Page 205 - La máquina diferencial
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brutal. Y se preguntó también qué estaría haciendo su familia en aquel mismo
instante. ¿Qué hora era, con exactitud?
Con un sobresalto recordó el reloj de Madeline. El regalo de boda de su hermana
reposaba en su cajón de viaje con cierres de latón, en la caja fuerte del Palacio de
Paleontología. El precioso y elegante reloj que iba a ofrecer a su querida Madeline,
tan despiadadamente lejos de su alcance... El palacio estaba a diez kilómetros de
Whitechapel. Diez kilómetros de caos y confusión.
Sin duda tenía que haber un modo de regresar, alguna forma de salvar aquella
distancia. Se preguntó si circularía alguno de los trenes de la ciudad, o los omnibuses.
¿Quizá un cabriolé? Los caballos se ahogarían en aquella neblina pestilente. No le
quedaba otra que ir andando. Lo más probable era que cualquier esfuerzo por cruzar
Londres resultara fútil, y con toda probabilidad sería mucho más inteligente
acurrucarse en algún sótano tranquilo, como una rata, con la esperanza de que la
catástrofe pasara de largo. Y sin embargo, para su sorpresa, se enderezó y comprobó
cómo sus piernas empezaban a caminar motu proprio. Incluso se le alivió la
palpitación de la resaca al concentrarse en un único objetivo: volver al palacio.
Regresar a su vida.
—¡Hola! ¡Oiga! ¡Señor! —La voz resonó sobre su cabeza como la llamada de la
mala conciencia. Mallory levantó la vista, sobresaltado.
Desde una ventana del tercer piso de Hermanos Jackson, peleteros y sombrereros,
sobresalía el cañón negro de un rifle. Tras el arma, Mallory distinguió la calva de un
dependiente con gafas que ahora se apoyaba en la ventana abierta y revelaba una
camisa a rayas y unos tirantes de color escarlata.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —exclamó Mallory, la frase producto de un mero
reflejo.
—¡Gracias, señor! —gritó el dependiente con la voz quebrada—. Señor, ¿podría,
por favor, echar un vistazo a nuestra puerta, ahí, justo a un lado, debajo de las
escaleras? Creo que... ¡Puede que haya alguien herido!
Mallory agitó una mano a modo de respuesta y se acercó a la puerta de la tienda.
Las hojas dobles estaban enteras aunque sí bastante maltratadas, y chorreantes de
salpicadura de huevo. Un joven con una blusa rayada de marinero y pantalones
sueltos estaba allí tendido con las piernas abiertas, boca abajo. Cerca de su mano
había una palanca de hierro forjado.
Mallory cogió al marinero por el hombro de la blusa áspera y le dio la vuelta. Una
bala le había atravesado la garganta. Sin duda estaba muerto y se había aplastado la
nariz contra el pavimento, lo que daba a su rostro joven y exangüe una forma extraña,
como si procediera de algún desconocido país de viajeros albinos.
Se irguió.
—¡Lo ha matado de un tiro! —gritó hacia la ventana. El dependiente, al parecer
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