Page 209 - La máquina diferencial
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burda, un hombre y una mujer que aparecían representados en bustos. ¿Un rey y una
reina? ¿Lord y lady Byron, quizá? La diosa escarlata pisoteaba el cuerpo de una gran
serpiente de dos cabezas, o un dragón escamoso, cuyo cadáver retorcido se llamaba
«Señorías por méritos». Tras la mujer, el contorno de Londres ardía envuelto en
vigorosas lenguas de color escarlata, y el cielo que rodeaba las diversas figuras
demenciales aparecía preñado de gruesas nubes negras. Tres hombres, clérigos o
intelectuales al parecer, colgaban de unas horcas en la esquina superior derecha, y en
la izquierda se representaba una abigarrada masa de figuras deformes que
gesticulaban y agitaban banderas y picas jacobinas, al tiempo que avanzaban hacia un
objetivo desconocido situado bajo la estrella barbuda de un cometa.
Y eso no era ni la mitad. Mallory se frotó los ojos doloridos. La inmensa hoja
rectangular hervía de imágenes más pequeñas, como una mesa de billar sembrada de
bolas situadas al azar. Allí, un dios enano del viento soplaba una nube llamada
«Pestilencia». Allá explotaba una bala de cañón (o una bomba) en pequeños
fragmentos puntiagudos, y la explosión derribaba a unos deformes diablillos
pequeños y negros. Sobre un ataúd en el que se amontonaban las flores había una
soga. Una mujer desnuda se agachaba a los pies de un monstruo, un hombre bien
vestido y con cabeza de reptil. Un varón diminuto y tocado con charreteras rezaba
sobre una horca mientras el verdugo, un tipo pequeño, encapuchado y remangado
manipulaba la soga con gestos bruscos. Más nubes de humo desdibujado, arrojadas
sobre la imagen como si fueran cieno, conectaban todo aquello como la masa de un
pastel de frutas. Y cerca de la parte inferior se veía un texto, un título escrito en
grandes letras mecánicas emborronadas: «¡Las siete maldiciones de la puta de
Babilondres!».
Babilondres. ¿Babiqué? ¿Qué «maldiciones», y por qué «siete»? Aquel pliego
parecía haber sido compuesto a base de trozos sin sentido de imaginería mecánica.
Mallory sabía que los impresores modernos tenían tarjetas perforadas especiales para
ellos, chasqueadas para imprimir en bloque imágenes concretas, muy parecidas a los
bloques baratos de madera de los viejos pliegos de ciego. En la obra que realizaban
las máquinas para los impresos de un penique se podía ver cien veces la misma
imagen trillada. Pero allí los colores eran horrendos, las imágenes estaban
compuestas sin razón discernible alguna, y lo peor de todo era que el tabloide parecía
querer expresar algo que resultaba, por muy titubeantes y convulsas que fueran las
formas, incalificable, así de simple.
—¿Ta hablando conmigo? —quiso saber un hombre al lado de Mallory, que dio
un pequeño brinco, sobresaltado.
—Nada —murmuró. El hombre se acercó amenazante, hasta colocarse a su lado.
Se trataba de un chulo muy alto y demacrado, con un pelo lacio, sucio y amarillo que
asomaba bajo una enorme chistera. Estaba borracho, y en sus ojos era posible
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