Page 204 - La máquina diferencial
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Bajó arrastrando los pies por Flower-and-Dean Street, pasmado, sin dejar de
toser. No podía ver lo que había a diez metros de sus narices porque el callejón estaba
tomado por una niebla baja y amarillenta que le empañaba los ojos y le provocaba en
la garganta una sensación ácida y picante.
Más por suerte que otra cosa salió a Commercial Street, de ordinario una de las
avenidas más prósperas de Whitechapel. Desierta ahora, su suave pavimento se
encontraba sembrado de fragmentos de escaparate.
Caminó una manzana, luego otra. Apenas si quedaba algún vidrio intacto.
Adoquines arrancados de las calles laterales habían alcanzado todos los blancos a la
vista, como si se tratara de una lluvia de meteoritos. Un torbellino parecía haber
descendido sobre una tienda de comestibles cercana, pues la calle estaba sumergida
bajo una costra de harina y azúcar que llegaba a la altura de los tobillos. Mallory se
abrió camino entre coles estropeadas, claudias aplastadas, tarros destrozados de
melocotones en almíbar y jamones ahumados enteros. La harina húmeda, esparcida
por todas partes, dejaba constancia de una estampida de zapatos de cuero de
caballero, de piececillos descalzos de los golfillos callejeros, del trazo delicado de los
zapatos de mujer y del dobladillo de sus faldas.
Aparecieron arrastrando los pies cuatro figuras envueltas en la neblina, tres
hombres y una mujer, todos ellos ataviados con ropas respetables y el rostro cubierto
por una máscara de tela gruesa. Al reparar en su presencia, los cuatro cruzaron de
acera sin ocultarse. Se movían con lentitud, sin prisa, y hablaban en tonos bajos.
Mallory prosiguió su camino. El cristal astillado crujía bajo sus tacones.
Mobiliario para caballeros Meyer, Camisería Peterson, Lavandería pneumática
parisiense LaGrange... Todos estos establecimientos presentaban escaparates rotos y
puertas arrancadas de cuajo de sus goznes. Las fachadas de todos ellos habían sido
bombardeadas a conciencia con piedras, ladrillos y huevos.
Entonces apareció otro grupo: hombres y muchachos jóvenes, algunos de los
cuales hacían rodar carretas repletas de mercancía, aunque no cabía duda de que no se
trataba de vendedores ambulantes. Con las máscaras puestas parecían cansados,
confusos, melancólicos, como si asistieran a un funeral. En su errar sin rumbo se
detuvieron ante una zapatería saqueada y recogieron los zapatos esparcidos, poniendo
en ello el entusiasmo mustio de los carroñeros.
Mallory se dio cuenta de que había sido un necio. Mientras él se refocilaba en la
disipación sin sentido, Londres se había convertido en un espacio anárquico. Debería
estar en casa, en el pacífico Sussex, con su familia. Debería estar preparándose para
la boda de la pequeña Madeline, rodeado por el aire limpio del campo, cerca de sus
hermanos y hermanas, con comida casera decente y decentes bebidas hogareñas. Lo
invadió una repentina y agónica añoranza, y se preguntó qué caótica amalgama de
lujuria, ambición y circunstancias lo había dejado aislado en aquel lugar horrendo y
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