Page 210 - La máquina diferencial
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adivinar  la  locura.  Sobre  el  rostro  llevaba  una  máscara  de  tela  con  un  dibujo
           punteado. Sus ropas sucias eran casi harapos, salvo los zapatos, que eran robados y
           estaban nuevos. El chulo apestaba a días de sudor, a abandono, a locura. Entrecerró

           los ojos para mirar con atención el tabloide y luego volvió a observar a Mallory.
               —¿Amigo tuyo, don? —No —dijo Mallory.
               —¡Dime lo que significa! —insistió el chulo—. Te oí hablar de eso. ¿A que lo

           sabes?
               La voz aguda del hombre temblaba, y cuando apartó la atención del cartel para
           mirar otra vez a Mallory, los brillantes ojos que lo acusaban por encima de la máscara

           parecieron iluminados por un odio animal.
               —¡Aléjese de mí! —gritó Mallory.
               —¡Blasfemia  de  Cristo  redentor!  —vociferó  el  hombre  alto  mientras  con  las

           manos  nudosas  sobaba  el  aire—.  Bendita  sangre  de  Cristo  que  lavó  nuestros
           pecados...

               Estiró  la  mano  para  atrapar  a  Mallory,  que  apartó  de  un  golpe  el  miembro
           codicioso.
               —¡Mátalo! —sugirió entusiasta una voz anónima. Aquellas palabras regocijadas
           cargaron  el  aire  sombrío  como  una  mecha.  De  repente,  Mallory  y  su  oponente  se

           encontraron en medio de una multitud. Ya no eran partículas aleatorias, sino el centro
           de un auténtico problema. El chulo alto, víctima quizá de un empujón por la espalda,

           tropezó contra Mallory, que a su vez lo dobló por la mitad con un puñetazo en el
           estómago. Alguien gritó entonces, un sonido agudo y alegre capaz de helar la sangre.
           Un puñado de barro arrojado por alguien pasó junto a Mallory sin llegar a tocarlo y se
           estrelló  contra  la  imagen.  Como  si  se  tratara  de  una  señal,  estalló  una  repentina

           barahúnda de chillidos, golpes sordos y puñetazos.
               Mallory empujó, maldijo, saltó sobre sus pies pisoteados, arrancó el revólver de la

           cinturilla, apuntó al aire, apretó el gatillo.
               Nada. Un codo le asestó un fuerte golpe en las costillas.
               Amartilló el percutor con el pulgar y volvió a apretar. El disparo fue espeluznante,
           ensordecedor.

               En una fracción de segundo el tumulto se disolvió y se alejó de él. Los hombres
           se  arrojaban  al  suelo,  se  alejaban  en  oleadas,  se  abrían  paso  como  podían  con  la

           cabeza por delante, a cuatro patas, sumidos en un ansia absoluta y bestial por huir.
           Varios  fueron  pisoteados  ante  la  mirada  atónita  de  Mallory,  que  se  quedó  allí
           pasmado, boquiabierto dentro de su máscara de batista, la pistola todavía inmóvil y

           sobre la cabeza.
               Entró de repente en razón y se retiró. Intentó meterse la pistola en la cinturilla
           mientras corría, pero vio alarmado que el percutor se había vuelto a amartillar y que

           la pistola estaba lista para dispararse en cuanto algo tocara el gatillo. Sujetó aquel




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