Page 213 - La máquina diferencial
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pescante de madera y aterrizó tambaleante, blandiendo una porra de nogal.
               —¡Eh!  ¡Para!  —exclamó—.  Déjate  de  tonterías,  muchacho,  y  lárgate  ahora
           mismo... —Su voz se fue apagando cuando midió con la mirada a Mallory. Se golpeó

           la palma callosa con la porra en un intento por parecer amenazador.
               El segundo pegacarteles llegó corriendo desde detrás del carromato para reunirse
           con su amigo. Empuñaba el utensilio de mango largo como si fuese una horca.

               —Largo de aquí, señor —sugirió el cochero—, que a usté no le estamos haciendo
           na.
               —¡Desde  luego  que  sí!  —bramó  Mallory—.  ¿Dónde  obtuvisteis  esos  carteles,

           canallas? ¡Decídmelo de inmediato!
               El más alto sacudió con gesto desafiante el rodillo manchado de engrudo ante la
           cara de Mallory.

               —¡Hoy, Londres está abierto de par en par! ¿Quié pelearse por dónde pegamos
           nuestros papeles? ¡Pues solo tiene que ponernos a prueba!

               Uno  de  los  grandes  anuncios  en  un  costado  del  carromato  se  abrió  de  repente
           sobre chirriantes goznes de latón. Al parecer era la puerta del carruaje, de la que salió
           de un salto un hombre pequeño y fornido que empezaba a quedarse calvo. Vestía una
           pulcra chaqueta de tiro roja y pantalones de cuadros metidos dentro de unas botas de

           caminar de charol. Llevaba la cabeza desnuda y el rostro era redondo y colorado, sin
           máscara; para asombro de Mallory, fumaba una gran pipa que humeaba de un modo

           infame.
               —¿Qué significa todo esto? —preguntó con suavidad.
               —¡Un  rufián,  señor!  —declaró  el  cochero—.  ¡Un  maleante,  un  matón  enviado
           por Patas de Pavo!

               —¿Qué, él na más? —replicó el forzudo enarcando las cejas con gesto burlón
           —.No lo creo. —Miró a Mallory de arriba abajo—. ¿Sabes quién soy, hijo?

               —No —admitió Mallory—. ¿Quién es usted?
               —¡Soy el caballero al que llaman rey de los pegacarteles, muchacho! ¡Si no sabes
           eso, tienes que ser un auténtico novato en este negocio!
               —No estoy en su negocio. ¡Yo, señor, soy el doctor Edward Mallory! El forzudo

           se cruzó de brazos y se meció un poco sobre los talones.
               —¿Y?

               —¡Usted acaba de pegar un cartel que me difama de forma escandalosa!
               —¡Ah! —dijo el rey—. Así que ahí es donde le duele, ¿no? —Esbozó una sonrisa
           de  evidente  alivio—.  Bueno,  eso  no  tiene  nada  que  ver  conmigo,  doctor  Edward

           Mallory. Yo solo los pego, no los imprimo. No respondo de ellos.
               —¡Bueno,  pues  no  va  a  colocar  ninguno  más  de  esos  detestables  libelos!  —
           exclamó Mallory—. ¡Quiero todos los demás, y exijo saber dónde los obtuvo! El rey

           tranquilizó a sus dos furiosos secuaces con un movimiento majestuoso de la mano.




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