Page 217 - La máquina diferencial
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verdad, señor, ¡mucho más duros que estos tiempos modernos, tan blandos, por un
           hedor  de  nada!  ¿Llaman  a  esto  una  emergencia?  Bueno,  pues  yo  lo  llamo
           oportunidad, y se acabó.

               —Usted no parece comprender la gravedad de esta crisis —dijo Mallory.
               —¡La  Época  de  los  Problemas,  que  fue  cuando  se  imprimieron  las  primeras
           láminas de veinte por treinta de cuatro hojas! El gobierno tory pagaba a mi anciano

           padre,  mi  padre  era  pertiguero  y  pegacarteles  de  la  parroquia  de  San  Andrés,  en
           Holborn,  para  que  cubriera  de  negro  los  carteles  radicales.  Tenía  que  contratar
           mujeres para que lo hicieran, porque había muchísima demanda. ¡De día cubría de

           negro los carteles de los radicales y por la noche pegaba otros nuevos! No vea la
           cantidad de oportunidades que hay con las revoluciones.
               Mallory suspiró.

               —Mi padre inventó el aparato que llamamos articulación extensible de encolado
           patentada, al que yo mismo he añadido unas cuantas mejoras mecánicas. Sirve para

           pegar carteles en la parte inferior de los puentes, para el comercio marítimo. En mi
           familia somos un linaje emprendedor, señor. No es tan fácil desconcertarnos.
               —Para lo que le va a servir cuando Londres quede reducido a cenizas... —dijo
           Mallory—.  ¡Pero  bueno,  si  está  usted  ayudando  a  ese  canalla  en  sus  intrigas

           anarquistas!
               —Yo diría que lo ha entendido usted al revés, doctor Mallory —lo reconvino el

           rey con una extraña risita—. La última vez que lo vi, era él quien me metía dinero en
           los bolsillos a mí, no yo a él. Y ahora que lo pienso, ha puesto bajo mi tutela cierto
           número  de  carteles,  los  de  la  fila  de  arriba...  Aquí.  —El  rey  se  levantó,  bajó  los
           documentos de un tirón y los tiró al suelo acolchado—. ¡Verá, señor, la verdad es que

           me importan un pimiento las tonterías que se farfullen en estos carteles! La verdad
           secreta  es  que  los  carteles  son  interminables  por  naturaleza,  regulares  como  las

           mareas del Támesis o el humo de Londres. Los auténticos hijos de Londres la llaman
           «El Humo», ya sabe. Es una ciudad eterna, como esa Jerusalén, o Roma, o, como
           algunos  dirían,  el  pandemonio  de  Satán.  Usted  no  ve  al  rey  de  los  pegacarteles
           preocupado por la ahumada Londres, ¿a que no? ¡Ni una pizca!

               —¡Pero la gente ha huido!
               —Una  necedad  pasajera.  Volverán  todos  —afirmó  el  rey  con  una  confianza

           sublime—. Pero bueno, si no tienen ningún otro sitio a donde ir... Esto es el centro del
           mundo, señor.
               Mallory se quedó callado.

               —Bueno, señor —proclamó el rey—, si quiere mi consejo, debería gastarse seis
           chelines en ese rollo de carteles que tiene en la mano. Y oiga, por una libra justa le
           doy  estos  otros  carteles  mal  impresos  de  nuestro  amigo  el  capitán  Swing.  Veinte

           simples chelines y puede dejar estas calles y descansar en la paz y tranquilidad de su




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