Page 219 - La máquina diferencial
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Al parecer había frustrado uno de los ataques lanzados por la maligna hidra del
ojeador, pero este triunfo menor se le antojaba minúsculo comparado con las reservas
aparentemente interminables de perversa inventiva de aquel maleante. Mallory
trastabillaba en la noche mientras unos colmillos crueles e invisibles lo desgarraban a
voluntad.
No obstante, había descubierto una pista clave: ¡el ojeador se ocultaba en los
muelles de las Indias Orientales! Estar tan cerca de poder enfrentarse a aquel canalla,
y sin embargo tan lejos, bastaba para volver loco a cualquiera.
Dio un fuerte tropezón con un terrón resbaladizo de estiércol de caballo y se echó
los rollos sobre el hombro derecho, en un montón inestable. Era una fantasía inútil
imaginar que se enfrentaba al ojeador solo, sin ayuda, cuando aquel hombre se
hallaba a kilómetros de distancia, al otro lado del caos de Londres. Ya casi había
llegado al palacio, aunque había tenido que darlo prácticamente todo para
conseguirlo.
Se obligó a concentrarse en los asuntos que tenía entre manos. Se llevaría los
condenados carteles a la caja fuerte del palacio. Quizá tuvieran alguna utilidad como
prueba algún día, y podrían ocupar el lugar del reloj de boda de Madeline. Cogería el
reloj, encontraría un modo de huir de aquel Londres maldito y se reuniría con su
familia, como hacía tiempo debería haber hecho. En el verde Sussex, en el seno de su
viejo y querido clan, como diría cualquier hombre de la región, encontraría
tranquilidad, sensatez y un lugar seguro. Los engranajes de su vida volverían a
ajustarse una vez más.
Se le escaparon de las manos los rollos de papel, que cayeron al asfalto en caótica
cascada. Uno de ellos le propinó un buen golpe en la espinilla. Los recogió con un
gruñido y probó con el otro hombro.
Bajo la rancia neblina de Knightsbridge avanzaba por la carretera algún tipo de
desfile. Fantasmales, desdibujados por la distancia y el hedor, parecían ser los
faetones del Ejército, aquellos monstruos rechonchos y odiados de la Guerra de
Crimea. La niebla amortiguaba los densos resoplidos y el tintineo repetitivo del hierro
articulado. Fueron pasando uno tras otro bajo la atenta mirada de Mallory, que se
había quedado muy quieto, aferrado a su carga. Cada faetón tiraba de un cajón
articulado unido por eslabones. Los carros parecían ser cañones cubiertos por lonas.
Sus dotaciones, soldados de infantería ataviados con ropas del mismo color que estos
lienzos, viajaban sobre las piezas apiñados como percebes, formando una capa
erizada de bayonetas caladas. Había al menos una docena de faetones de guerra, es
posible que una veintena. Mallory, perplejo e incrédulo, se frotó los ojos cansados.
En Brompton Concourse vio tres figuras con máscaras y sombreros que se
escabullían sin hacer ruido de un edificio con la puerta rota, pero ninguno mostró
intención de molestarlo.
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