Page 218 - La máquina diferencial
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casa.
—Algunos de estos carteles ya se han pegado —dijo Mallory.
—Podría hacer que los chicos los cubrieran de negro, o que les pegaran algo
encima —reflexionó el rey—. Si estuviera usted dispuesto a compensárselo con
generosidad, por supuesto.
—¿Pondría eso fin al asunto? —preguntó Mallory mientras sacaba la billetera—.
Lo dudo.
—Le pondría mejor fin del que puede usted darle con esa pistola que veo asomar
por la cintura del pantalón —dijo el rey—. Ese es un aderezo que no dice mucho de
un caballero y erudito como usted.
Mallory guardó silencio.
—Acepte mi consejo, doctor Mallory, y guarde esa arma antes de que se haga
usted daño. Estoy convencido que podría haber herido a uno de mis muchachos si yo
no hubiese visto la pistola por la mirilla y no hubiese salido a arreglar las cosas.
Váyase a casa, señor, e intente calmarse.
—¿Y por qué no está usted en casa, si tan en serio ofrece ese consejo?
—Pues porque esta es mi casa, señor —respondió el rey. Se metió el dinero de
Mallory en la chaqueta de tiro—. Cuando hace bueno, la parienta y yo cenamos aquí
dentro y hablamos de los viejos tiempos. Y de paredes, diques y vallas.
—No tengo hogar alguno en Londres, y, de todos modos, el trabajo exige mi
presencia en Kensington —dijo Mallory.
—Eso está muy lejos, doctor.
—Sí, así es —admitió Mallory tirándose de la barba—. Pero se me ocurre que
hay un buen número de museos y palacios en Kensington que jamás han sido tocados
por anuncio de papel alguno.
—¿De veras? —dijo el rey pensativo—. Cuénteme.
Mallory se despidió del rey a más de un kilómetro del Palacio de Paleontología; era
incapaz de seguir aguantando los vapores del engrudo, y los bandazos del carromato
lo habían dejado completamente mareado. Se alejó tambaleándose, con los pesados
carteles difamatorios y anarquistas apiñados torpemente bajo los brazos sudados. Tras
él, Jemmy y Tom se pusieron a encolar con entusiasmo los ladrillos vírgenes del
Palacio de Economía Política.
Apoyó los rollos en una farola recargada y volvió a atarse la máscara de tela sobre
la nariz y la boca. La cabeza le daba vueltas de una forma impía. Quizá, pensó, esa
cola para los carteles contuviera algo de arsénico, o la tinta algún potente y
nauseabundo derivado del carbón, porque se sentía envenenado, débil hasta la
médula. Cuando volvió a cargar con los carteles, el papel se arrugó entre sus manos
sudadas como la piel que se desprende del ahogado.
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