Page 220 - La máquina diferencial
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Alguna autoridad civil había erigido barricadas de caballete ante la entrada del
           Palacio  de  Paleontología,  pero  nadie  las  atendía.  Bastaba  con  pasar  por  delante  y
           subir  la  escalinata  de  piedra  humedecida  por  la  niebla  que  conducía  a  la  entrada

           principal. Las magníficas puertas de dos hojas estaban bien cubiertas por una mortaja
           de lona húmeda que colgaba del arco de ladrillo hasta las mismas losas. La tela era
           gruesa, estaba empapada y olía a cloruro de cal. Tras ella, las puertas del palacio se

           hallaban entreabiertas. Mallory entró con cuidado.
               En el vestíbulo, varios sirvientes cubrían los muebles y la sala con finas sábanas
           blancas de muselina. Otros, un grupo bastante peculiar, barrían, fregaban y frotaban

           con empeño las cornisas con largos plumeros articulados. Varias mujeres londinenses
           y un gran número de niños de todas las edades se afanaban ataviados con delantales
           de limpieza que habían tomado prestados en el palacio, con expresión nerviosa pero

           eufórica.
               Mallory se dio cuenta al fin que aquellos extraños debían de ser las familias del

           personal del palacio que habían venido a buscar refugio y seguridad en el interior del
           edifico público más magnífico que conocían. Y alguien (Kelly el mayordomo, era de
           suponer, con la ayuda de los intelectuales que todavía quedaran en las instalaciones)
           había organizado con valentía a los refugiados.

               Se dirigió al mostrador del vestíbulo arrastrando su carga de papel. Comprendió
           que aquella era gente robusta, de clase trabajadora. Su posición en el mundo quizá

           fuera humilde, pero eran británicos hasta la médula. No se habían dejado amedrentar,
           habían acudido en defensa de su institución científica y de los valores civiles de la ley
           y la propiedad. El paleontólogo comprendió, con una oleada de alivio patriótico que
           le llenó de ánimo el corazón, que aquella tambaleante locura caótica había llegado a

           su  límite.  ¡Dentro  de  aquel  torbellino  indeciso  había  surgido  un  núcleo  de  orden
           espontáneo!  Todo  cambiaría  a  partir  de  entonces,  como  un  cieno  turbio  que  fuera

           cristalizando.
               Tiró  su  odiada  carga  tras  el  mostrador  desierto  del  vestíbulo.  En  una  esquina
           chasqueaba  a  golpes  un  telégrafo  cuya  cinta  perforada  se  iba  desenrollando  a
           trompicones por el suelo. Mallory contempló este pequeño pero significativo milagro

           y suspiró como un buceador que acabara de subir a la superficie.
               El  aire  del  palacio  tenía  un  marcado  olor  a  desinfectante,  pero  resultaba

           maravilloso y respirable. Se quitó la mugrienta máscara de la cara y se la metió en un
           bolsillo. En algún lugar de aquel bendito refugio, pensó, podría encontrar comida.
           Quizá una jofaina y jabón, y polvos de sulfuro para las pulgas que llevaban desde la

           mañana arrastrándose por la cinturilla de su pantalón. Huevos. Jamón. Un buen vino
           reconstituyente. Sellos de correos, lavanderas, limpiabotas... Toda esa milagrosa red
           concatenada de la civilización.

               Un  extraño  cruzó  con  paso  firme  el  vestíbulo  en  su  dirección:  un  soldado




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