Page 216 - La máquina diferencial
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—¿Quién? ¿A quién?
               —Allá abajo, en Limehouse, en los muelles de las Indias Orientales —indicó el
           rey—. Menudo alboroto hay por esos lares, doctor Mallory. Desde ayer, los granujas

           andan pegando carteles nuevecitos en toda pared y valla que ven. Mis muchachos
           estaban listos para armar un poco de jaleo por esa usurpación, hasta que el capitán
           Swing, así es como se hace llamar, creyó conveniente contratar nuestros servicios.

               Las axilas de Mallory empezaron a sudar.
               —El capitán Swing, ¿eh?
               —A juzgar por su ropa, es de los que van a las carreras —dijo el rey con tono

           alegre—. Bajo, pelirrojo, bizco, tenía un bulto en la cabeza, justo aquí. Y más loco
           que una cabra, debería añadir. Pero bastante educado: no pretendía crear ningún tipo
           de problema en el negocio de los carteles una vez que se le explicó el funcionamiento

           habitual. Y llevaba encima todo un muestrario de dinero en efectivo.
               —¡Conozco a ese hombre! —exclamó Mallory con voz trémula—. Es un violento

           conspirador ludita... ¡Bien podría ser el hombre más peligroso de Inglaterra!
               —No  me  diga  —gruñó  el  rey.  —¡Es  una  grave  amenaza  para  la  seguridad
           pública!  —El  tipo  no  parecía  gran  cosa  —dijo  el  rey—.  Un  chavalito  gracioso.
           Llevaba anteojos y hablaba solo.

               —Ese hombre es un enemigo del reino, ¡un agitador de lo más siniestro!
               —A mí no es que me guste mucho la política —respondió el rey mientras se

               chaba hacia atrás con toda tranquilidad—. La ley reguladora de la colocación de
           carteles, mira tú qué política, ¡es de idiotas! Esa puñetera norma es de lo más rígida
           cuando señala dónde se pueden pegar los carteles. Déjeme decirle, doctor Mallory,
           que yo conozco en persona al diputado que consiguió que se aprobase esa ley en el

           Parlamento, porque a mí me contrataron para su campaña electoral. A él sí que no le
           importaba dónde se ponían sus carteles. Todo estaba muy bien... ¡siempre que fueran

           sus carteles y no los de otros!
               —¡Dios mío! —lo interrumpió Mallory—. Y pensar que ese malvado anda suelto
           por  Londres,  y  con  dinero  de  Dios  sabe  qué  fuentes,  fomentando  disturbios  y
           rebeliones  durante  una  emergencia  pública...  ¡Y  además  controla  una  imprenta

           impulsada por máquinas! ¡Es una pesadilla! ¡Horrible!
               —Por favor, no se inquiete, doctor Mallory —lo riñó el rey con dulzura—. Mi

           querido y anciano padre, Dios lo tenga en su gloria, solía decirme: «cuando todos los
           que  te  rodean  empiecen  a  perder  la  cabeza,  hijo,  tú  solo  recuerda  una  cosa:  sigue
           habiendo veinte chelines en una libra».

               —Puede ser —respondió Mallory—, pero...
               —¡Mi querido padre pegó carteles en la Época de los Problemas! Allá por los
           años  treinta,  cuando  la  caballería  cargaba  contra  los  trabajadores,  y  el  viejo  nariz

           ganchuda de Wellington consiguió que lo volaran por los aires. Tiempos duros de




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