Page 227 - La máquina diferencial
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encantados de ponernos a sus órdenes. No debe dudar jamás de nuestra discreción ni
de nuestra resolución. El honor sagrado de nuestra querida hermana está en juego.
Tom y Brian parecieron quedarse perplejos por este repentino cambio de rumbo;
todavía desconfiaban de Fraser, pero el sombrío juramento de Mallory no despertó en
ellos ninguna objeción y siguieron su ejemplo.
—¡A mí no me verá decir ni pío! —declaró Tom—. ¡Hasta la tumba!
—Me gustaría pensar que el juramento de un soldado británico todavía cuenta —
dijo Brian.
—Entonces nos aventuraremos en esta empresa —añadió Fraser con una irónica
expresión de fatalismo.
—¡Tengo que reavivar el vapor del Céfiro! —exclamó Tom mientras se levantaba
de la silla—. Media hora le hace falta a mi belleza, cuando está fría. Mallory asintió.
Utilizaría bien cada uno de esos minutos.
Ya fuera del palacio, lavado, peinado y con sus partes íntimas cubiertas de talco
antipulgas, Mallory buscó un asidero abultado en lo alto del carro carbonero de
madera del Céfiro. El pequeño faetón no dejaba de resoplar. Apenas si había espacio
para dos hombres dentro de su armazón aerodinámico de hojalata. Tom y Fraser
habían ocupado esos asientos, y ahora discutían sobre un plano de Londres.
Brian pateó la lona fofa del carro, que iba estirada sobre el menguante montón de
carbón, y se preparó así un tosco nido.
—Hace falta palear mucho carbón en estos faetones modernos —observó Brian
con una sonrisa estoica. Se sentó enfrente de Mallory—. Tom está entusiasmado con
esta preciosa máquina suya; casi me arranca la oreja hablando sin parar de Céfiros,
todo el camino desde Lewes.
El faetón y su carro se pusieron en movimiento con una sacudida. Las ruedas de
goma con radios de madera del carro carbonero giraban con un crujido rítmico.
Bajaron rodando por Kensington Road a una velocidad sorprendente. Brian se
sacudió de la pulcra manga de su chaqueta una chispa ardiente que había saltado de la
chimenea.
—Necesitas una máscara para respirar —dijo Mallory mientras ofrecía a su
hermano una de las máscaras improvisadas que las señoras habían cosido en el
palacio: un cuadrado de guinga con unas cintas cosidas con esmero, y relleno de
algodón confederado barato.
Brian olisqueó la corriente de aire.
—No está tan mal.
Mallory se ató con cuidado las cintas de la máscara detrás de la cabeza.
—A la larga, muchacho, los miasmas van a obrar contra tu salud.
—Esto no tiene ni comparación con la peste de un barco de transporte del
Gobierno —replicó Brian. La ausencia de Fraser parecía haberlo relajado. Había
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