Page 232 - La máquina diferencial
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equipando con porras y rifles. Por lo menos, pensó Mallory, aquella letanía de
desastres aplastaba cualquier duda que pudiera existir acerca de lo apropiado de su
empresa. Fraser no hizo comentario alguno, pero regresó al Céfiro con una expresión
seria y resuelta.
Tom siguió pilotando. Tras la maltrecha frontera impuesta por las autoridades, las
cosas empeoraban a toda prisa. Ya era mediodía. Un funesto fulgor ambarino lucía en
el cenit mugriento, y las multitudes se apiñaban como moscas en las encrucijadas de
la ciudad. Grupos de londinenses enmascarados arrastraban los pies por las calles.
Los había curiosos, inquietos, hambrientos o desesperados. Caminaban sin prisa,
conspirando. El Céfiro atravesaba con los alegres toques de silbato aquella
muchedumbre amorfa, cuyos componentes se separaban con aire reflexivo para
dejarle paso.
Un par de ómnibus requisados patrullaban Cheapside atestados de gorilas
inflexibles. Varios hombres armados con pistolas desenfundadas colgaban de los
estribos, y en los techos de ambos vapores se apilaban y amontonaban los muebles
robados. Thomas esquivó con facilidad a los bamboleantes autobuses mientras el
vidrio crujía bajo las ruedas del Céfiro.
En Whitechapel había niños sucios y descalzos que trepaban como monos, hasta
una altura de cuatro pisos, por el brazo rojo de una gran grúa de construcción. Espías
de algún tipo, opinó Brian, ya que algunos agitaban trapos de colores y chillaban a
personas que había en la calle. Mallory pensó que era más probable que los golfillos
hubieran trepado hasta allí arriba con la esperanza de respirar aire más fresco.
Cuatro caballos muertos y abotargados, todo un tiro de inmensos percherones,
yacían hinchados en Stepney. Los cadáveres rígidos, muertos de un tiro, todavía
tenían los arneses puestos. A unos metros de allí apareció la carreta saqueada, sin
ruedas. Habían hecho rodar la decena de grandes barriles de cerveza calle abajo y
luego los habían abierto a golpes. Cada uno de los lugares donde había tenido lugar el
extasiado saqueo se hallaba ahora salpicado por charcos pegajosos de cerveza. Ya no
quedaban borrachos por allí. La única prueba que habían dejado eran las jarras rotas,
los harapos sucios de ropa de mujer y algunos zapatos sueltos. Mallory divisó una
plaga de carteles en el escenario de aquella orgía de alcohol. Lanzó un trozo de
carbón hacia la parte superior del Céfiro y Tom se detuvo. Luego se alejó del faetón
con Fraser detrás. Los dos se estiraban para evitar los calambres en los hombros, y se
masajeaban las costillas magulladas.
—¿Qué pasa?
—Sedición —respondió Mallory.
Los cuatro, con el ojo avizor ante posibles interferencias, se dirigieron con interés
hacia la pared, una antigua superficie para carteles de madera enyesada, tan repleta de
antiguos anuncios que parecía tratarse de una corteza de queso. Se acababan de pegar
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