Page 235 - La máquina diferencial
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primero, un joven malvado con una cara que parecía masa sucia de pastel, vestido
           con una chaqueta grasienta y pantalones de pana, llevaba calada una roñosa gorra de
           piel, pero no tanto como para ocultar el corte de pelo carcelario. El segundo, un bruto

           robusto  de  unos  treinta  y  cinco  años,  vestía  un  sombrero  alto  lleno  de  grasa,
           pantalones  de  cuadros  y  botas  de  cordones  con  puntera  de  latón.  El  tercero  era
           fornido y tenía las piernas arqueadas, con unos calzones cortos de cuero y medias

           manchadas. Un largo tapabocas le rodeaba varias veces la cabeza.
               Entonces  dos  cómplices  más  salieron  corriendo  del  interior  de  una  ferretería
           saqueada;  eran  unos  jóvenes  grandes,  ociosos,  desgarbados,  con  mangas  cortas  y

           sueltas  y  pantalones  demasiado  apretados.  Se  habían  hecho  con  sendas  armas
           espontáneas:  un  rizador  de  volantes,  una  estufa  de  un  metro.  Objetos  domésticos
           estos, pero inesperadamente crueles y aterradores en las dispuestas manos de aquellos

           bandidos.
               El hombre de las botas de latón, al parecer su cabecilla, se quitó el pañuelo de la

           cara con una sonrisa amarilleada y desdeñosa.
               —Fuera de ese cacharro —les ordenó—. ¡Que salgáis, coño! Pero Fraser ya se
           había  puesto  en  marcha.  Salió,  seguro  y  tranquilo,  ante  aquellos  cinco  rufianes
           soliviantados,  como  si  fuera  un  maestro  de  escuela  que  tuviera  que  apaciguar  una

           clase revoltosa.
               —¡Pero bueno —anunció con voz clara y firme—, eso no servirá de nada, señor

           Tally Thompson! Lo conozco, y yo diría que usted me conoce a mí. Queda arrestado
           por un delito mayor.
               —¡Maldita sea! —espetó Tally Thompson, demudado por el asombro.
               —¡Es  el  sargento  Fraser!  —gritó  horrorizado  el  muchacho  de  la  cara  de  pan

           mientras daba dos pasos atrás. Fraser sacó un par de esposas de hierro azulado.
               —¡No!  —gañó  Thompson—.  ¡De  eso  nada!  ¡No  pienso  tolerarlo!  ¡Yo  no  me

           pongo eso!
               —Y van a despejar este camino, el resto de ustedes —anunció Fraser—. Usted,
           Bob Miles, ¿para qué anda rondando por aquí? Guarde esos hierros absurdos antes de
           que me lo lleve.

               —¡Por el amor de Dios, Tally, dispárale! —gritó el rufián del tapabocas. Fraser
           cerró con pericia las esposas alrededor de las muñecas de Tally Thompson.

               —Así  que  tenemos  una  pistola,  ¿eh,  Tally?  —dijo  al  tiempo  que  le  sacaba  un
           arma de cañón corto de la correa tachonada de latón—. Es una pena, sí señor. — Miró
           a los demás con el ceño fruncido—. ¿Vais a largaros, chavales?

               —Vayámonos  —gimoteó  Bob  Miles—.  ¡Deberíamos  largarnos,  como  dice  el
           sargento!
               —¡Matadlo,  cabezas  de  chorlito!  —gritó  el  hombre  del  tapabocas  mientras  se

           apretaba la máscara contra la cara con una mano y sacaba un cuchillo corto de hoja




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