Page 239 - La máquina diferencial
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Mallory asintió con sequedad.
               —Tranquilo, muchacho...
               Fraser hurgó en la cerradura de las esposas para abrirlas. Estaban resbaladizas por

           la sangre de las muñecas laceradas de Tally.
               —¡Fue  de  lo  más  extraño,  lo  que  acaba  de  hacer  ese  granuja!  —se  maravilló
           Brian con un marcado acento de Sussex—. ¿Es que por aquí están todos como una

           cabra, Ned? ¿Es que en Londres no queda nadie cuerdo?
               Mallory asintió con gesto sobrio. Luego alzó un poco la voz.
               —¡Pero no es nada que no cure un buen brazo derecho! —Golpeó a Tom en el

           hombro  con  la  palma  abierta—.  ¡Eres  todo  un  boxeador,  Tommy,  muchacho!  ¡Lo
           derribaste como a un buey en el matadero!
               Brian soltó una carcajada. Tom esbozó una sonrisa tímida y se frotó los nudillos.

           Fraser se levantó, se guardó la cachiporra y las esposas y se puso en marcha, callejón
           arriba, a medio trote. Los hermanos lo siguieron.

               —No fue para tanto —respondió Tom con la voz atolondrada. —¿Qué? —objetó
           Mallory—. ¿Un simple muchacho de diecinueve años que
               tira patas arriba a un matón con botas de latón? ¡Es una maravilla, sin duda!
               —No fue una pelea justa, tenía las manos atadas —objetó Tom.

               —¡Un  solo  puñetazo!  —se  recreó  Brian—.  ¡Lo  derribaste  como  si  fuera  una
           plancha de roble, Tommy!

               —¡Ya basta! —siseó Fraser. Todos callaron. El callejón terminaba junto al solar
           de un edificio demolido.
               Aún sobresalían los cimientos agrietados y salpicados con trozos de cemento rojo
           y palos grisáceos de madera astillada. Fraser se abrió camino entre el escombro. El

           cielo sobre su cabeza presentaba un color gris amarillento. La calima se interrumpía
           de vez en cuando y revelaba unas nubes gruesas y verdosas, como la cuajada podrida.

               —Por  todos  los  demonios  —declaró  Tom  con  un  tono  alegre  no  demasiado
           convincente—. ¡Pero si no nos oyen, señor Fraser! ¡No con el estrépito que estaban
           armando con mi faetón!
               —No es esa panda la que me preocupa ahora, muchacho —respondió Fraser con

           amabilidad—. Es que podríamos encontrarnos con más piquetes.
               —¿Dónde  estamos?  —preguntó  Brian  antes  de  detenerse  con  un  tropezón—.

           ¡Dios del cielo! ¿Qué es ese olor?
               —El Támesis —dijo Fraser. Un grueso muro de ladrillo bajo se levantaba al final
           del solar vacío.

               Mallory se aupó y se quedó allí parado. Respiraba sin llenarse los pulmones y
           apretaba la máscara contra los labios hirsutos. El otro lado del muro de ladrillo, que
           formaba parte del dique del Támesis, descendía en pendiente unos tres metros hasta

           el lecho del río. La marea estaba baja, y el encogido Támesis resultaba un destello




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