Page 243 - La máquina diferencial
P. 243

pálida, como los restos de una sartén de beicon. No quedaba más remedio que saltar y
           chapotear un poco para superar la zanja, y Brian tuvo la pésima suerte de perder pie.
           Logró salir, aunque manchado y maloliente. Se sacudía la porquería de las manos y

           maldecía frenético en lo que Mallory tomó por indostaní.
               Algo más allá de la zanja, la corteza se convirtió en terreno traicionero, placas de
           barro seco que se deslizaban o deshacían bajo los pies, sobre una mugre embreada y

           viscosa llena de limo y bolsas de gas burbujeante. Pero les aguardaba una suerte peor
           en el canal de entrada a los muelles: allí, la orilla de los canales estaba compuesta por
           pilotes alquitranados y compactos, resbaladizos a causa de un sarro verdoso y una

           humedad grasienta, y que se elevaban casi cincuenta metros sobre la línea del agua. Y
           el agua en sí, que llenaba el amplio canal de orilla a orilla, era un sumidero frío y gris,
           aparentemente sin fondo, en el que se retorcían gruesas masas de cieno verduzco.

               Se encontraban en un punto muerto.
               —¿Y ahora cuál es el plan? —preguntó Mallory con hosquedad—. ¿Nadar?

               —¡Nunca! —gritó Brian con los ojos enrojecidos y febriles.
               —¿Escalar los muros, entonces?
               —No podemos —gruñó Tom mientras contemplaba con desespero los viscosos
           pilotes—. ¡Apenas si logramos respirar!

               —¡Yo no me lavaría las manos en esa maldita agua! —exclamó Brian—. ¡Y las
           tengo cubiertas de barro apestoso!

               —¡Déjelo ya! —espetó Fraser—. Los hombres de Swing nos van a oír, seguro. ¡Y
           si nos cogen aquí abajo, nos matarán de un tiro como si fuéramos perros! ¡Cierre el
           pico y déjeme pensar!
               —¡Dios mío, el hedor! —gritó Brian sin hacerle mucho caso. Parecía a punto de

           sufrir  un  ataque  de  pánico—.  ¡Es  peor  que  un  transporte,  peor  que  una  trinchera
           ruski! Jesús bendito, en Inkermann los vi enterrar trozos de ruski que ya tenían una

           semana, ¡y olía mejor que esto!
               —¡A  callar!  —susurró  Fraser—.  Oigo  algo.  Pisadas.  El  ruido  de  pasos  de  un
           grupo  de  hombres  que  se  acercaba.  —Ya  nos  tienen  —dijo  Fraser  desesperado
           mientras observaba el muro liso y se llevaba una mano a la pistola—. Nos ha llegado

           la hora. ¡Vendan caras sus vidas, muchachos!
               Pero  un  momento  después  (una  serie  de  instantes  tan  escasos  y  finos  que  en

           circunstancias  normales  no  le  habrían  servido  de  nada  a  una  mente  humana)  la
           inspiración atravesó a Mallory como una ráfaga de viento alpino.
               —No —ordenó a los otros con una convicción férrea—. ¡No miréis hacia arriba!

           ¡Haced lo mismo que yo!
               Mallory empezó a cantar una canción de taberna en voz muy alta, simulando estar
           borracho.


                       En Santiago el amor es amable,



                                        www.lectulandia.com - Página 243
   238   239   240   241   242   243   244   245   246   247   248