Page 247 - La máquina diferencial
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marqués—. ¿Ausente sin permiso, camarada?
               Brian se encogió de hombros sin decir nada.
               —¿Está disfrutando de sus pequeñas vacaciones en Londres?

               Brian asintió como si fuera tonto.
               —Dadle  a  este  mugriento  personaje  unos  pantalones  nuevos  —ordenó  el
           marqués. Contempló su pequeño sexteto, que una vez más estaba bajando la maroma

           con el torpe entusiasmo con el que se tiraba de la cuerda en la fiesta de mayo—.
           ¡Camarada Shillibeer! Usted tiene más o menos la misma talla que este hombre, dele
           sus pantalones.

               —Eh, pero camarada marqués...
               —¡A cada uno según sus necesidades, camarada Shillibeer! Quítese esa prenda de
           inmediato.

               Shillibeer se desprendió con torpeza de los pantalones y se los tendió. No vestía
           ropa interior y se tiraba nervioso de los faldones de la camisa con una mano.

               —Por el amor de Dios —bramó socarrón el marqués—, ¿es que tengo que deciros
           todo, zoquetes pusilánimes? —Señaló con brusquedad a Mallory—. ¡Usted! Ocupe el
           lugar de Shillibeer y tire de la maroma. Usted, soldado, que ya no es el secuaz del
           opresor sino un hombre completamente libre, póngase los pantalones de Shillibeer.

           Camarada Shillibeer, deje de revolverse. No tiene nada de lo que avergonzarse. Puede
           ir de inmediato al almacén general a buscar prendas nuevas.

               —¡Gracias, señor!
               —«Camarada» —lo corrigió el marqués—. Coja algo bonito, Shillibeer. Y traiga
           más colonia.
               Tom subió a continuación, Mallory ayudó a tirar de él. Los rifles, mal colgados y

           tintineantes, entorpecían los movimientos de los bandidos. Eran carabinas Victoria de
           modelo  estándar,  pesadas  reliquias  de  un  solo  tiro  que  ya  solo  se  confiaban  a  las

           tropas nativas de las colonias. Los amotinados se veían más entorpecidos todavía por
           unos temibles cuchillos de cocina y unas porras improvisadas que habían ocultado de
           cualquier manera entre las galas robadas. Lucían pañuelos llamativos, sedas sudadas
           y bandoleras del ejército, y más se parecían a bashi bazouk turcos que a británicos.

           Dos de ellos no eran más que muchachos, mientras que otro par eran unos granujas
           con  pinta  de  ladrones,  fornidos  y  grandes,  además  de  empapados  en  alcohol.  El

           último, para continua sorpresa de Mallory, resultó ser un negro esbelto y silencioso
           ataviado con el atuendo discreto del ayuda de cámara de un caballero.
               El marqués de Hastings examinó a Tom.

               —¿Cómo se llama? —Tom, señor. El marqués señaló. —¿Cómo se llama?
               —Ned.
               —¿Y él?

               —Brian —dijo Tom—. Creo... —




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