Page 252 - La máquina diferencial
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entre un montón creciente de escombros, barriles, cestas, rollos de calabrote y rampas
de carga, además de pilas de carbón negro para las silenciadas grúas de vapor. De los
almacenes del otro lado del río, al sur, llegaba una descarga irregular de disparos
lejanos y sordos. El marqués no mostraba demasiado interés: no perdió el paso, y ni
siquiera miró en esa dirección.
—¿Se han hecho con todos esos barcos? —inquirió Mallory—. ¡Debe de tener
muchos hombres, camarada marqués!
—Y cada hora más —le aseguró—. Nuestros hombres están peinando el
Limehouse para alentar a todas las familias trabajadoras. ¿Conoce el término
«crecimiento exponencial», camarada Ned?
—Pues no —mintió Mallory.
—Es un término matemático chasqueador —lo sermoneó el marqués con aire
ausente—. Un campo muy interesante, el del chasqueo y las máquinas. Tiene un uso
inagotable en el terreno del estudio científico del socialismo... —Ahora parecía
distraído, nervioso—. ¡Otro día de hedor como este y tendremos más hombres que la
policía de Londres! ¡Ustedes no son los primeros tipos que he reclutado, saben? A
estas alturas ya soy perro viejo. ¡Bueno, pues apuesto a que hasta mi buen Júpiter
podría hacerlo! —Y dio una palmada en el hombro del negro.
Este no reaccionó. Mallory se preguntó si era sordomudo. No llevaba máscara
para respirar. Quizá no la necesitaba.
El marqués los guió hasta el más grande de una serie de almacenes. Incluso entre
los nombres estelares del comercio (Whitby’s, Evan-Hare, Aaron’s, Madras &
Pondicherry Co.), este era el gran palacio de la modernidad mercantil. Sus inmensas
puertas de carga habían sido erigidas sobre un inteligente sistema de contrapesos
articulados con el fin de revelar, en el interior, un armazón de acero con unas lunas
translúcidas que acorazaban un tejado que se extendía amplio y largo como un campo
de balompié. Bajo este tejado crecía un laberinto de riostras de acero, un calado de
trinquetes y carriles rodados por los que se desplazaban como arañas unos carros con
poleas conducidos por máquinas. En algún lugar resoplaban unos pistones con el
estrépito y los conocidos taponazos de una prensa impulsada por máquinas.
Pero la prensa estaba oculta en algún sitio, tras un laberinto de objetos robados
capaces de dejar pasmado a un Borgia. La mercancía yacía en montones, almiares,
montañas: brocados, sillones, ruedas de carruaje, centros de mesa y arañas de luces,
soperas, colchones, perros de hierro para el jardín y pilas para pájaros de París; mesas
de billar, muebles bar, armazones de cama y postes de escaleras; alfombras enrolladas
y repisas de chimenea de mármol.
—¡Diablos! —exclamó Tom—. ¿Cómo han hecho todo esto?
—Hace días que estamos aquí —respondió el marqués. Se quitó el pañuelo de la
cara y reveló un semblante pálido de una belleza casi femenina, con un velloso bigote
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