Page 255 - La máquina diferencial
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tamaño natural, realizada con la piedra artificial patentada de Coate. Estaba medio
desnuda y llevaba un cántaro de agua apoyado contra la cadera velada. El cántaro era
de sólida piedra, por supuesto, aunque cada átomo del cuerpo de Mallory clamaba por
un purificador sorbo de agua.
Alguien le dio una fuerte palmada en la espalda. Se giró, esperando ver a Tom o
Brian, pero se encontró al marqués.
—¿Está usted bien?
—Un ataque pasajero... —logró emitir Mallory. Agitó una mano para quitar
importancia al asunto, pero fue incapaz de erguirse.
El marqués le puso en la mano una petaca curvada de plata.
—Tome —dijo—. Esto lo ayudará.
Mallory, que se esperaba coñac, se llevó la petaca a los labios. Un brebaje
parecido a la melaza y que sabía un poco a regaliz y olmo le inundó la boca. Tragó de
mala gana y preguntó:
—¿Qué... qué es esto?
—Uno de los remedios de hierbas de la doctora Barton —respondió el marqués
—, un específico contra la fetidez. Espere, permítame empapar con él su máscara; los
vapores le despejarán los pulmones.
—Preferiría que no lo hiciera —indicó Mallory con voz áspera.
—¿Está entonces en condiciones de volver a la conferencia?
—¡No! No...
El marqués lo miró escéptico.
—¡La doctora Barton es un genio de la medicina! Fue la primera mujer que se
licenció, y con honores, en Heidelberg. Si supiera las maravillas que ha logrado entre
los enfermos de Francia, esos pobres desgraciados dados por muertos por aquellos
que se hacen llamar expertos...
—Lo sé —dejó escapar Mallory. Volvió a él algo parecido a la fuerza, y con ella
la necesidad de asfixiar al marqués, de zarandear a aquel pequeño y peligroso idiota,
maldito fuera, y de apretarle el cuello hasta sacarle las tonterías como si fuera una
masa de pasta. Sintió el impulso suicida de escupir la verdad, de anunciar que sabía
que la tal Barton era una envenenadora, una adúltera, una vitrioleuse buscada por la
policía de al menos dos países. Podía susurrar esta confesión y después matar al
marqués de Hastings y ocultar su cuerpo desgraciado en algún sitio.
Pero el ímpetu lo abandonó pronto, sustituido por una astucia racional, fría y
quebradiza como el hielo. —Preferiría hablar con usted, camarada —dijo Mallory—,
más que escuchar cualquier conferencia.
—¿De veras? —respondió Hastings con el rostro iluminado. Mallory asintió con
entusiasmo. —Yo... A mí me parece que siempre es más provechoso escuchar a un
hombre
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