Page 259 - La máquina diferencial
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cuantos tragos.
Volvió a la zona de la conferencia y se sentó al lado de Fraser. El policía enarcó
una ceja y lo miró con expresión interrogante. Mallory palmeó la culata de la pistola
del marqués, que llevaba guardada en la cinturilla del pantalón, al otro lado del
Ballester-Molina. Fraser asintió de forma imperceptible.
Florence Russell Bartlett continuaba su arenga, y su comportamiento en el
escenario parecía inducir en su público una misteriosa parálisis. Mallory descubrió
con asco y sobresalto que la señora Bartlett estaba mostrando algunos de esos
aparatos de los curanderos destinados a evitar los embarazos. Un disco de goma
flexible, un tapón de esponja con un hilo acoplado... Mallory no puedo evitar la
oscura imaginería del coito que implicaban aquellos extraños objetos. La noción
consiguió que se le revolvieran las tripas.
—Hace un momento mató un conejo —siseó Fraser por la comisura de la boca—.
Le metió el morro en esencia de puro.
—No he matado al muchacho —susurró Mallory a su vez—. Una conmoción,
creo... —Contempló a Bartlett, cuya diatriba se deslizaba hacia unos extraños planes
de cría selectiva para mejorar la raza humana. En su futuro, al parecer, se aboliría el
matrimonio propiamente dicho. El «amor libre universal» sustituiría a la castidad. La
reproducción sería una cuestión que se dejaría a los expertos. Los conceptos nadaban
como sombras oscuras en las orillas del cerebro de Mallory. Se le ocurrió entonces,
sin razón aparente, que aquel día (aquella misma tarde, de hecho) era el establecido
para su propia conferencia triunfal sobre el brontosauro, con el acompañamiento
quinotrópico del señor Keats. Aquella espantosa coincidencia le produjo un extraño
escalofrío.
Brian se inclinó de repente sobre Fraser y cogió la muñeca desnuda de Mallory
entre unos dedos de hierro.
—¡Ned! —siseó—. ¡Salgamos de este maldito lugar!
—Todavía no —respondió Mallory. Pero se sentía conmocionado. Una hipnótica
sacudida de pánico puro pareció penetrar en su interior a través de los dedos de Brian
—. Todavía no sabemos dónde se esconde Swing. Podría estar en esta madriguera, en
cualquier sitio...
—¡Camaradas! —gritó Bartlett con una voz que era como una cuchilla helada—.
¡Sí, los cuatro de la parte de atrás! ¡Si tienen que molestarnos, si tienen noticias de
tan urgente interés, entonces no cabe duda de que deberían compartirlas con el resto
de los camaradas de Chautauqua!
Los cuatro se quedaron inmóviles.
Bartlett los taladró con sus ojos de Medusa. Los demás oyentes, liberados de
algún modo de su extraña esclavitud, se giraron para lanzarles una mirada feroz con
un júbilo sediento de sangre. La multitud parecía enardecida ante la truculenta
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