Page 262 - La máquina diferencial
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dos en el cinturón. La vacilación le había hecho perder unos segundos preciosos.
               El callejón estaba inundado de sangre. El estallido del cañón de mano ruso había
           causado terribles laceraciones a aquellos hombres. La garganta de un pobre diablo

           seguía  borboteando  cuando  Mallory  le  arrancó  la  carabina  Victoria  que  había
           quedado bajo su cuerpo. El arma chorreaba sangre por la culata. Tiró cuanto pudo de
           la bandolera de otro rufián, pero tuvo que rendirse y recogió el revólver yanqui con

           culata de madera de un tercero. Algo le pinchó en la palma de la mano al blandir la
           pistola. Se miró con expresión estúpida y luego reparó en la empuñadura. Había un
           trocito retorcido de metralla caliente incrustado en la madera, una rebaba cortante que

           parecía una gran esquirla de metal.
               Empezaron a oírse disparos de rifle a lo lejos. Las postas se enterraban en el botín
           que los rodeaba con extraños crujidos y el tintineo musical del vidrio.

               —¡Mallory! ¡Por aquí! —gritó Fraser.
               Este había descubierto una hendidura en la pared del almacén. Mallory se giró

           para colgarse la carabina y buscar a Brian, y vio que el joven artillero saltaba al otro
           lado del callejón en busca de otro emplazamiento estratégico.
               Se coló por la hendidura detrás de Fraser, gruñendo y respirando con esfuerzo al
           tener que recorrer así varios metros de muro. Las balas empezaron a estrellarse contra

           los  ladrillos  delante  y  detrás  de  ellos,  aunque  muy  por  encima  de  sus  cabezas.
           Aquellos  disparos  errados  impactaban  en  el  tejado  de  hojalata  como  golpes  de

           tambor. Mallory salió al fin y se encontró a Tom trabajando como un poseso en un
           callejón. Estaba levantando una barricada con tocadores de señora de patas ahusadas.
           Los trastos yacían apilados en un montón de blanco barnizado, como los cadáveres de
           unas gigantescas arañas tropicales.

               El traqueteo de los rifles, más intenso ahora, sumía el almacén en una confusa
           cacofonía. A su espalda, Mallory oyó gritos de rabia y miedo cuando descubrieron a

           los muertos.
               Tom introdujo un trozo de cabecero de hierro entre un montón de cajas, empujó
           esta palanca improvisada con la espalda y provocó una estrepitosa avalancha.
               —¿Cuántos? —preguntó.

               —Seis. —Podría ser peor. ¿Dónde está Brian?
               —No lo sé. —Mallory se descolgó la carabina y se la pasó a su hermano, que la

           cogió por el cañón y la sujetó a distancia, sorprendido al verla cubierta de sangre.
               Fraser,  que  mantenía  vigilada  la  grieta,  disparó  su  avispera.  Se  escucharon  un
           horrible  chillido  de  mujer  y  unos  movimientos  bruscos,  como  si  hubiera  una  rata

           envenenada en la pared.
               Atraídas  por  los  gritos,  las  balas  empezaron  a  alcanzar  los  escombros  que  los
           rodeaban con algo más de precisión. Una posta cónica del tamaño de un pulgar cayó

           de la nada a los pies de Mallory y empezó a girar como una peonza sobre las tablas




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