Page 258 - La máquina diferencial
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Mallory se puso tenso.
               Los ojos del muchacho se abrieron mucho.
               —Un espía. —Fue a coger su arma.

               Mallory lo golpeó en toda la cara. Cuando el marqués se tambaleó hacia atrás, lo
           cogió por el brazo y le asestó un porrazo en la cabeza, y un segundo, con el pesado
           cañón del Ballester-Molina. El marqués se desplomó sangrando.

               Mallory  le  arrebató  la  segunda  pistola,  se  incorporó  y  miró  a  su  alrededor.  El
           negro se encontraba a menos de cinco metros de distancia.
               —Lo he visto —dijo Júpiter en voz baja. Mallory se quedó callado. Apuntó al

           hombre con las dos manos. —Ha golpeado a mi amo. ¿Lo ha matado?
               —Creo que no —respondió Mallory.
               El negro asintió. Luego extendió las palmas abiertas, con suavidad, como si fuera

           una bendición.
               —Usted tenía razón, señor, y él estaba equivocado. En la historia no hay nada. Ni

           progreso, ni justicia. No hay nada salvo horror caprichoso.
               —Eso  puede  ser  —aceptó  Mallory  con  lentitud—,  pero  si  grita,  tendré  que
           dispararle.
               —Si lo hubiera matado, desde luego que habría gritado —dijo el negro. Mallory

           miró a su espalda.
               —Sigue respirando.

               Se produjo un largo silencio. El negro se quedó muy quieto, en una postura rígida
           y perfecta, indeciso, como un cono platónico en perfecto equilibrio sobre su punta, a
           la espera de algún impulso más allá de la causalidad que determinara la dirección de
           su caída.

               Suspiró.
               —Vuelvo a Nueva York —dijo. Se giró sobre un tacón pulido y se alejó sin prisa

           hasta desaparecer entre las inmensas barricadas de productos.
               Mallory estaba bastante seguro de que aquel hombre no iba a gritar, pero esperó
           unos  momentos  la  prueba  que  confirmara  esa  creencia.  El  marqués  se  sacudió  y
           gimió. Mallory le arrancó de la cabeza rizosa el pañuelo de cachemira y lo amordazó

           con él.
               Fue  cuestión  de  un  momento  colocarlo  de  un  empellón  detrás  de  una  inmensa

           urna de terracota.
               La conmoción de sus actos había dejado a Mallory con la boca seca, y la garganta
           se  le  antojaba  papel  de  lija  ensangrentado.  No  había  nada  que  beber,  salvo,  por

           supuesto,  la  petaca  de  plata  con  la  poción  de  la  charlatana.  Mallory  la  encontró  a
           tientas,  se  la  sacó  al  marqués  del  bolsillo  de  la  chaqueta  y  se  remojó  la  garganta.
           Dejaba un cosquilleo entumecido en la parte posterior del paladar, como el champán

           seco.  Resultaba  repugnante,  pero  en  cierto  modo  pareció  reanimarlo.  Tomó  unos




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