Page 253 - La máquina diferencial
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rubio—. Todavía hay productos de sobra en los otros bazares, y todos ustedes tendrán
           la oportunidad de probar con el trineo y la carretilla. Es muy divertido. ¡Y es suyo,
           porque nos pertenece a todos por igual!

               —¿A todos nosotros? —preguntó Mallory.
               —Por supuesto. A todos los camaradas.
               Mallory señaló al negro.

               —¿Y qué pasa con él?
               —¿Qué?  ¿Mi  buen  Júpiter?  —El  marqués  parpadeó,  confundido—.  ¡Júpiter
           también nos pertenece a todos, por supuesto! No es solo mi sirviente, sino el servidor

           del bien común. —Con un pañuelo se limpió la nariz, que le moqueaba—. Síganme.
               Las pilas de botín habían convertido en un monstruoso nido de ratas el esquema
           de almacenaje científico del almacén. Siguieron al marqués abriéndose camino entre

           bajíos de cristal roto, charcos de aceite de cocina y un callejón crujiente cubierto de
           cáscaras de cacahuete.

               —Qué extraño... —murmuró el marqués—. La última vez que estuve aquí había
           camaradas por todas partes.
               Las montañas de productos iban disminuyendo hacia la parte trasera del almacén.
           Pasaron al lado de la enorme prensa, oculta en un callejón sin salida formado por

           fardos inmensos de papel prensa. Alguien lanzó un legajo de carteles por encima de
           la barricada y a punto estuvo de golpear al marqués, que se salvó con un ágil salto.

               Mallory fue consciente entonces de una voz lejana, aguda y chillona.
               En la parte posterior del almacén habían convertido una gran sección en un salón
           de conferencias improvisado. Una pizarra, una mesa atestada de vasos y un atril, todo
           ello  aguardaba  sin  demasiada  estabilidad  sobre  un  escenario  de  cajones  de  jabón

           pegados. Juegos incompletos de sillas de comedor baratas, de roble prensado y chapa
           de arce, componían el patio de butacas en el que se acomodaba un público silencioso

           de unas tres veintenas de personas.
               —Así que aquí se encuentran... —dijo el marqués con un extraño temblor en la
           voz—. ¡Están de suerte! La doctora Barton nos está honrando con una exposición.
           Siéntense enseguida, camaradas. ¡Comprobarán que esto bien merece su atención, se

           lo aseguro!
               Para su inmensa sorpresa, Mallory se vio obligado junto con sus compañeros a

           unirse al público en la última fila de sillas. El negro permaneció de pie, con las manos
           unidas a la espalda, en la parte posterior de la sala.
               Mallory, sentado al lado del marqués, se frotó incrédulo los ojos escocidos. —

           ¡Pero si esta ponente suya lleva vestido!
               —¡Shhh!  —susurró  el  marqués  con  insistencia.  La  ponente,  que  empuñaba  un
           puntero de ébano con una tiza en la punta,

               intimidaba  a  la  multitud  sentada  con  una  voz  repleta  de  fanatismo  muy  bien




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