Page 251 - La máquina diferencial
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disturbios pasajeros. ¡Pero...! —Levantó un índice enguantado—. Cuando montemos
las barricadas por toda esta ciudad tendrán que luchar cuerpo a cuerpo contra una
clase trabajadora levantada. ¡Contra hombres armados hasta la médula con la primera
libertad verdadera que han conocido jamás!
Se detuvo un momento, jadeante, e intentó respirar un poco de aquel aire fétido.
—¡La mayor parte de la clase opresora —continuó entre toses— ya ha huido de
Londres para escapar del hedor! ¡Cuando intenten regresar, las masas alzadas los
recibirán con fuego y acero! ¡Lucharemos contra ellos desde los tejados, desde las
puertas, los callejones, las cloacas y los suburbios! —Hizo una pausa para limpiarse
la nariz con un pañuelo lleno de mocos que se sacó de la manga—. Confiscaremos
cada uno de los músculos de la opresión organizada. Los periódicos, las líneas de
telégrafo y los metros pneumáticos. ¡Los palacios, los barracones y las oficinas! ¡Lo
pondremos todo al servicio de la gran causa de la liberación!
Mallory esperó, pero al parecer el joven fanático se había quedado por fin sin
fuelle.
—Y usted quiere que nosotros lo ayudemos, ¿no? Que nos unamos a ese ejército
del pueblo suyo...
—¡Por supuesto!
—¿Y qué sacamos nosotros?
—Todo —dijo el marqués—. Para siempre.
Había unos espléndidos barcos amarrados en el interior de los muelles de las
Indias Orientales, jarcias enredadas y chimeneas de vapor. El agua del interior de los
muelles, un canal secundario del torrente de residuos del Támesis, no se le antojó a
Mallory tan repugnante hasta que vio, flotando en medio de finos tacos de cieno, el
cuerpo de varios hombres muertos: marineros asesinados, la tripulación básica que
las navieras habían dejado para vigilar los barcos del puerto. Los cadáveres flotaban
como madera a la deriva, una visión que helaba la sangre. Mallory contó quince
cuerpos, quizá dieciséis, mientras seguía al marqués por los amarraderos de madera
cubiertos de caballetes. Quizá, supuso, habían matado a la mayor parte de las
tripulaciones en otro sitio, o bien los habían reclutado para engrosar las filas de las
hordas piratas de Swing. No todos los marineros eran leales al orden y la autoridad.
El Ballester-Molina era un peso frío contra la tripa de Mallory.
El marqués y su hombre de color siguieron guiándolos alegremente. Pasaron al
lado de un barco desierto en el que un desagradable vaho, ya fuera vapor o humo, se
enroscaba ominoso, proveniente de las escotillas que conducían a las cubiertas
inferiores. Un cuarteto de guardias anarquistas, con las carabinas apoyadas en una
basta pila, jugaba a las cartas sobre una barricada de fardos de percal robado.
Otros guardias, borrachos, desgraciados con bigotes, chisteras malas y peores
pantalones, indigentes armados, dormían sobre carretas y trineos de carga volcados,
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