Page 242 - La máquina diferencial
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saltó hasta el inmundo barro que lo esperaba abajo.
               La orilla del río estaba dura y seca como un ladrillo. Mallory se echó a reír. Los
           demás se reunieron con él. Brian fue el último, y levantó con una patada de sus botas

           enceradas y pulidas un trozo de barro agrietado del tamaño de un plato.
               —¡Pero seré imbécil! —dijo—. ¡Mira que dejar que me convencieras para que me
           quitara el uniforme! —Una pena —se burló Tom—. Jamás conseguirás quitarle el

           serrín a esa elegante gorra militar.
               Fraser, que se había despojado del cuello, se había quedado en camisa blanca y
           unos tirantes sorprendentemente refinados de muaré escarlata. Una nueva pistolera de

           gamuza pálida albergaba una pequeña y sólida pistola avispero. Mallory alcanzó a
           distinguir el bulto de un vendaje pulcro bajo la camisa.
               —No  se  quejen  tanto,  muchachos  —ordenó  Fraser  al  tiempo  que  se  ponía  en

           marcha—. Alguna gente pasa toda su vida en el barro del Támesis.
               —¿Y quién hace eso? —preguntó Tom.

               —Los  galopines  —respondió  Fraser  mientras  se  abría  camino—.  Invierno  y
           verano  se  meten  hasta  la  cintura  en  el  barro  de  la  marea  baja.  Buscan  trozos  de
           carbón, clavos oxidados, cualquier basura del río por la que les den un penique.
               —¿Está bromeando? —preguntó Tom.

               —Niños, sobre todo —insistió Fraser con calma—, y un buen número de débiles
           ancianas.

               —No  le  creo  —dijo  Brian—.  Si  me  dijera  en  Bombay  o  Calcuta,  quizá  lo
           admitiera. ¡Pero no en Londres!
               —Yo no he dicho que esos desgraciados fueran británicos —dijo Fraser—. Los
           galopines son extranjeros en su mayoría. Refugiados pobres.

               —Ah, vale —respondió Tom con alivio.





           Continuaron  avanzando  en  silencio,  respirando  lo  mejor  que  podían.  La  nariz  de
           Mallory se había atascado por completo y tenía la garganta llena de flemas. Hasta
           cierto punto resultaba un alivio haber perdido el sentido del olfato.

               Brian  seguía  murmurando,  un  tono  monótono  que  encajaba  bien  con  el  ritmo
           pesado que se habían impuesto.
               —Gran  Bretaña  es  demasiado  hospitalaria  con  todos  esos  malditos  refugiados

           extranjeros. Si por mí fuera, los transportaría a todos a Texas.
               —Todos los peces deben de estar muertos por aquí, ¿no? —dijo Tom mientras se
           inclinaba  para  arrancar  una  fuente  de  barro  duro  como  la  porcelana.  Le  mostró  a

           Mallory un amasijo de espinas de pez incrustadas en él—. Mira, Ned, ¡la viva imagen
           de tus fósiles!
               Unos metros más adelante llegaron a un obstáculo, el hoyo embarrado dejado por

           una draga y rellenado en parte por un sedimento negro con vetas de una infame grasa


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