Page 236 - La máquina diferencial
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ancha con la otra—. Es un puto poli, idiotas... ¡Cargáoslo! ¡A Swing le va a dar algo
como no lo hagáis! —El hombre alzó entonces la voz—. ¡Aquí hay polis! — chilló
como un vendedor de castañas calientes—. ¡Que todo el mundo suba y se cargue a
estos polis hijos de...!
Fraser lanzó un hábil golpe con la culata de la pistola y golpeó con ella la muñeca
del voceador. El desgraciado dejó caer el cuchillo con un aullido.
Los otros tres rufianes pusieron pies en polvorosa de inmediato. Tally Thompson
también intentó huir, pero Fraser enganchó las muñecas esposadas con la zurda, tiró
de él, le hizo perder el equilibrio y lo giró hasta postrarlo de rodillas.
El hombre del tapabocas se retiró cojeando algunos pasos, como si lo arrastraran
contra su voluntad. Luego se detuvo, se agachó y cogió por el mango de caoba una
pesada plancha de hierro que había tirada en el suelo. Después armó el brazo, presto a
arrojarla.
Fraser apuntó la pistola y disparó. El hombre del tapabocas se dobló, le fallaron
las rodillas y cayó al suelo retorciéndose, como si sufriera espasmos.
—Me ha matado... —graznó el rufián—. ¡Tengo un tiro dentro, me ha matado!
Fraser propinó a Tally Thompson una colleja admonitoria en la oreja.
—Esta pipa es una basura, Tally. ¡Le apunté a las puñeteras piernas!
—Él no quería hacer ningún daño... —lloriqueó Tally.
—Tenía una plancha de seis libras. —Fraser miró atrás, a Mallory y Brian, que
permanecían boquiabiertos sobre el carro de carbón—. Bajen de ahí, muchachos, y
presten atención. Tendremos que dejar su faetón, lo estarán buscando. Ahora hay que
seguir a pata.
Fraser tumbó a Tally Thompson a sus pies con una cruel sacudida de las esposas.
—Y tú, Tally..., tú nos vas a llevar hasta el capitán Swing.
—¡No pienso hacerlo, sargento!
—Lo harás, Tally. —Fraser tiró de él tras lanzar una intensa mirada a Mallory.
Los cinco rodearon al rufián del tapabocas, que chillaba medio ahogado y se
revolcaba sobre un charco de su propia sangre que se extendía poco a poco por el
pavimento. Las piernas sucias y arqueadas le temblaban debido a los espasmos.
—Maldita sea, el jaleo que arma —dijo Fraser con frialdad—. ¿Quién es, Tally?
—Nunca supe cómo se llamaba.
Sin perder el paso, Fraser se llevó de una bofetada la chistera de Tally. El
arrugado sombrero parecía pegado al cráneo del granuja con porquería y aceite de
macasar.
—¡Pues claro que lo conoces!
—¡El nombre no! —insistió Tally mientras miraba hacia atrás y contemplaba su
gorro perdido con expresión desesperada—. ¿Un yanqui, quizá?
—¿Y qué clase de yanqui? —preguntó Fraser, que se olía un engaño—.
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