Page 234 - La máquina diferencial
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pareció un momento de auténtico esplendor. Profundamente conmovido, sintió que su
           corazón se elevaba en su interior. Por primera vez en lo que parecían siglos se sintió
           redimido, limpio, con una determinación absoluta, libre de toda duda.

               Mientras  el  Céfiro  seguía  rodando  por  Whitechapel,  la  exaltación  comenzó  a
           desvanecerse,  sustituida  por  el  aumento  de  la  atención  y  el  pulso  descontrolado.
           Mallory  se  ajustó  la  máscara,  comprobó  el  mecanismo  del  Ballester-Molina  e

           intercambió unas cuantas palabras con Brian. Pero una vez resueltas todas las dudas,
           cuando la vida y la muerte esperaban el lanzamiento de los dados, no parecía quedar
           mucho que decir. Al igual que Brian, Mallory se vio inspeccionando con nerviosa

           inquietud cada puerta y ventana por la que pasaban.
               Parecía que cada pared de Limehouse estaba salpicada con las efusiones de aquel
           desgraciado.  Algunas  eran  vívidas  locuras,  simples  y  puras;  muchas  otras,  sin

           embargo,  estaban  disfrazadas  con  astucia.  Mallory  observó  cinco  ejemplos  de  los
           carteles de la conferencia que lo habían difamado. Algunos quizá fueran genuinos,

           puesto  que  no  leyó  el  texto.  La  visión  de  su  nombre  golpeó  su  sensibilidad
           acrecentada con una conmoción casi dolorosa.
               Y él no había sido la única víctima de aquella extraña clase de falsificación. Un
           anuncio del Banco de Inglaterra solicitaba depósitos de libras de carne. Una aparente

           oferta  de  excursiones  en  tren,  en  primera  clase,  incitaba  al  público  a  robar  a  los
           pasajeros acaudalados. Tal era la burla diabólica de estos carteles fraudulentos que

           hasta  los  anuncios  normales  empezaron  a  parecerle  raros.  Mientras  examinaba  los
           carteles en busca de dobles sentidos, cada una de las palabras parecía disolverse en un
           amenazador sinsentido. Mallory jamás se había dado cuenta de la ubicuidad de los
           anuncios de Londres, de la hosca omnipresencia de las palabras, de las insistentes

           imágenes.
               Un hastío inexplicable le laceró el alma mientras el Céfiro avanzaba incontestado

           y con gran estruendo por las calles alquitranadas. Era el propio hastío de Londres ante
           la  pura  presencia  física  de  la  ciudad,  su  infinitud  de  pesadillas,  calles,  patios,
           medialunas, hileras de casas y callejones, de piedra ahogada por la niebla y ladrillo
           ennegrecido por el hollín. Una náusea de toldos, la repugnancia de los marcos de las

           ventanas, la fealdad de los andamiajes unidos por cuerdas; el horrible predominio de
           farolas de hierro e hitos de granito, de casas de empeños, camiserías y estancos. La

           ciudad  parecía  extenderse  a  su  alrededor  como  un  despiadado  abismo  de  tiempo
           geológico.
               Un grito inquietante rompió el ensueño de Mallory. Unos hombres enmascarados

           habían aparecido de repente en la calle, ante ellos, desharrapados y amenazadores,
           bloqueando el camino. El Céfiro frenó y se detuvo al instante con una sacudida del
           carro de carbón.

               De un solo vistazo Mallory vio que se trataba de granujas de la peor calaña. El




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