Page 229 - La máquina diferencial
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—Los ruskis hicieron lo que pudieron. Se refugiaron por millares en el Redan y
           en Sebastopol. Cuando nuestras armas pesadas abrieron fuego, se deshicieron como
           cajas  de  galletas.  Luego  se  replegaron  a  las  trincheras,  pero  la  metralla  de  los

           morteros  obró  maravillas.  —La  mirada  de  Brian  se  encontraba  muy  lejos,
           concentrada en un recuerdo—. Ned, se veía el humo blanco y la tierra volando a la
           cabeza  de  la  cortina  de  fuego...  ¡Cada  proyectil  caía  en  su  sitio  exacto,  como  los

           árboles de una huerta! Y cuando se detuvo el bombardeo, nuestra infantería, aliados
           franceses  sobre  todo,  que  hicieron  muchísimo  trabajo  de  a  pie,  trotaron  sobre  las
           empalizadas y acabaron con rifles de resorte con los pobres ivanes.

               —Los periódicos decían que los rusos lucharon sin respeto alguno por la decencia
           militar.
               —Se desesperaron al darse cuenta de que no podían tocarnos —respondió Brian

           —. Recurrieron a la estrategia partisana y nos tendían emboscadas, disparaban contra
           las  banderas  blancas  y  demás.  Un  asunto  muy  feo,  deshonroso.  No  podíamos

           tolerarlo. Tuvimos que tomar medidas.
               —Al  menos  todo  terminó  con  rapidez  —dijo  Mallory—.  A  uno  no  le  gusta  la
           guerra, pero ya era hora de enseñarle una lección al zar Nicolás. Dudo que el tirano
           vuelva a tirar de la cola al León.

               Brian asintió.
               —Es asombroso, en serio, lo que pueden hacer esos obuses incendiarios. Puedes

           colocarlos en cuadrículas, todos ordenaditos... —Bajó la voz—. Deberías haber visto
           arder  Odesa,  Ned.  Como  un  huracán  de  llamas,  eso  es  lo  que  era.  Un  huracán
           gigante...
               —Sí, leí algo sobre ello —asintió Mallory—. Hubo una «tormenta de fuego» en

           el asedio de Filadelfia. Un asunto muy parecido, una idea notable.
               —Ah  —dijo  Brian—,  ese  es  el  problema  de  los  yanquis:  ¡no  tienen  sentido

           militar! ¡Mira que ocurrírseles hacer eso a sus propias ciudades! ¡Serán chapuceros,
           los muy idiotas!
               —Son gente rara, los yanquis —señaló Mallory.
               —Bueno,  hay  quien  es  demasiado  botarate  para  arreglárselas  solo,  eso  no  hay

           quien lo discuta —admitió Brian. Miró a su alrededor con cautela cuando Tom llevó
           el Céfiro junto a los restos ardientes de un ómnibus—. ¿Congeniaste con los yanquis

           en algo, allí en América?
               —Jamás vi yanquis, solo indios. —Y cuanto menos dijera sobre eso, mejor, pensó
           Mallory—. ¿Qué te pareció la India, por cierto?

               —Es un lugar horrendo, la India —respondió Brian de inmediato—, rebosante de
           extrañas maravillas, pero horrendo. Solo hay un pueblo en Asia que tenga un poco de
           sentido común, y son los japoneses.

               —Oí que tomaste parte en una campaña en la India —dijo Mallory—. Pero nunca




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