Page 233 - La máquina diferencial
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allí  unas  dos  decenas  con  lo  mejor  del  capitán  Swing,  copias  del  mismo  cartelón
           chillón y mal impreso. La octavilla mostraba una gran mujer alada con el cabello en
           llamas y que coronaba dos columnas de denso texto. Algunas palabras habían sido

           marcadas, al parecer al azar, en color rojo. Los hombres permanecieron en silencio
           mientras intentaban descifrar aquellas letras retorcidas y emborronadas. Después de
           un  momento,  el  joven  Thomas  se  excusó  con  un  encogimiento  de  hombros  y  una

           mirada desdeñosa.
               —Voy a ocuparme del faetón —dijo. Brian empezó a leer en voz alta, titubeante.
           —«¡Un llamamiento al pueblo! Todos vosotros sois señores libres de la Tierra, y solo

           necesitáis valor para librar una guerra triunfal contra la Puta de Babilondres y todos
           sus  doctos  ladrones.  ¡Sangre!  ¡Sangre!  ¡Venganza!  ¡Venganza,  venganza!  ¡Plagas,
           plagas fétidas, etcétera, contra todos aquellos que no presten atención a la justicia

           universal! ¡Hermanos, hermanas! ¡No os arrodilléis más ante el vampiro capitalista y
           el intelectual idiota! Dejad que los esclavos de los bandoleros coronados se arrastren

           a los pies de Newton. ¡Nosotros destruiremos el Moloch de vapor y haremos añicos
           su hierro colado! ¡Colgad a diez veintenas de tiranos de las farolas de esta ciudad y
           vuestra felicidad y libertad estarán garantizadas para siempre! ¡Adelante! ¡Adelante!
           ¡Depositamos nuestras esperanzas en el diluvio humano, no tenemos más recurso que

           una guerra general! Hacemos una cruzada por la redención de los oprimidos, de los
           rebeldes, de los pobres, de los criminales, de todos aquellos atormentados por la Puta

           de  las  Siete  Maldiciones  cuyo  cuerpo  es  azufre  y  cabalga  a  lomos  del  caballo  de
           hierro de tus peores pesadillas»...
               Había mucho más.
               —En  el  nombre  del  cielo,  ¿se  puede  saber  qué  está  intentando  decir  ese

           desgraciado? —preguntó Mallory. Le zumbaba la cabeza.
               —Jamás he visto nada parecido —murmuró Fraser—. ¡Son los desvaríos de un

           criminal lunático! Brian señaló la parte inferior del cartel.
               —¡No entiendo lo de esas supuestas «siete maldiciones»! Se refiere a ellas como
           si fueran unas aflicciones horrendas, y sin embargo nunca las nombra ni las numera.
           Nunca deja claro...

               —¿Qué puede ser lo que quiere? —quiso saber Mallory—. No pensará que una
           matanza general es la respuesta a sus quejas, sean las que sean...

               —No hay forma de razonar con este monstruo —replicó Fraser con tono lúgubre
           —. Tenía usted razón, doctor Mallory. Pase lo que pase, sean cuales sean los riesgos,
           ¡debemos deshacernos de él! ¡No hay otra forma!

               Volvieron al Céfiro, que Tom había terminado de cargar de carbón. Mallory miró
           a sus hermanos. Por encima de las máscaras, sus ojos enrojecidos brillaban con el
           firme valor de la resolución varonil. Fraser había hablado por todos: estaban unidos y

           ya no había necesidad de palabras. En medio de toda aquella sordidez, a Mallory le




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