Page 284 - La máquina diferencial
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—Muéstrele  la  pistola  —dijo  Fraser.  Betteridge  envainó  el  cuchillo  y  lo  dejó
           sobre la cómoda. Sacó un pesado revolver de su abrigo.
               —Francomexicano  —dijo  con  un  tono  razonablemente  parecido  al  de  un

           vendedor—. Ballester-Molina; se amartilla solo después del primer disparo. Oliphant
           enarcó una ceja.
               —¿Material militar? —La pistola tenía un aspecto un poco tosco.

               —Material barato —respondió Fraser con una mirada de reojo a Oliphant—. Para
           la  guerra  americana,  evidentemente.  Los  policías  metropolitanos  ha  estado
           confiscándoselas a los marineros. Son demasiadas.

               —¿Marineros?
               —Confederados, yanquis, texanos...
               —Texanos...  —dijo  Oliphant,  y  saboreó  la  boquilla  de  su  cigarro  apagado—.

           Imagino que estamos todos de acuerdo en asumir que nuestro amigo aquí presente es
           de esa nacionalidad.

               —Tenía  una  especie  de  zulo  en  el  desván,  al  que  se  accedía  a  través  de  una
           trampilla. —Betteridge estaba guardando de nuevo la pistola.
               —Terriblemente frío, supongo.
               —Bueno, tenía mantas, señor.

               —La lata.
               —¿Señor?

               —La lata que contenía la última comida del cadáver, Betteridge.
               —No, señor. En la lata nada.
               —Estaba limpia —le dijo Oliphant—. La asesina esperó a que el veneno hiciera
           su trabajo y luego regresó y eliminó las pruebas.

               Un repentino ataque de náuseas abrumó a Oliphant: por el comportamiento de
           Fraser, por la proximidad del cadáver, por el persistente olor de las judías quemadas...

           Se volvió y salió al pasillo, donde otro de los hombres de Fraser estaba ajustando la
           lámpara de carburo.
               Una casa horrible, en una calle horrible, donde se realizaban los más horribles
           negocios. Una oleada de aversión lo invadió, una aversión feroz y desesperada por

           aquel mundo secreto, con sus viajes a medianoche, sus mentiras laberínticas y sus
           legiones de condenados y perdidos.

               Sus manos temblaban mientras sacaba un mechero para encender su cigarro.
               —Señor, la responsabilidad... —Betteridge estaba junto a su codo.
               —Mi  amigo  de  la  esquina  de  Chancery  Lane  no  me  ha  vendido  una  hoja  tan

           buena como de costumbre —dijo Oliphant mirando con el ceño fruncido la punta de
           su cigarro—. Hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir los cigarros que uno
           fuma.

               —Hemos registrado el lugar de arriba abajo, señor Oliphant. Si ella vivía aquí, no




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