Page 287 - La máquina diferencial
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—¿Y los Pinkerton no hicieron ningún intento de seguirla?
               —¡No, señor!
               —Pero usted sí.

               —Sí, señor. Al terminar el espectáculo, dejé a Boots y a Becky Dean para que
           siguieran a nuestros amigos y fui tras ella yo solo.
               —Eso  fue  una  estupidez,  Betteridge  —dijo  Oliphant  con  un  tono

           excepcionalmente  indulgente—.  Habría  sido  mejor  que  le  encargara  esa  misión  a
           Boots  y  a  Becky.  Tienen  más  experiencia,  y  además,  un  equipo  es  siempre  más
           eficiente que una sola unidad. Podría haberla perdido fácilmente.

               Betteridge hizo una mueca.
               —O podría haberlo matado, Betteridge. Es una asesina. Espantosamente versada.
           Y famosa por ocultar vitriolo en su persona.

               —Señor, tomé todas las...
               —No,  Betteridge,  no.  No  diga  más.  Esa  mujer  ya  ha  matado  a  nuestro  Goliat

           texano. Un crimen totalmente premeditado, estoy convencido. Estaba en posición de
           hacerle  la  comida,  de  ayudarlo  y  de  alentarlo,  como  sus  amigos  y  ella  hicieron
           durante aquella noche terrible en el hotel Grand’s... Le traía la comida. Él dependía
           de ella. Estaba encerrado en un escondrijo. No tenía más que envenenar una lata.

               —Pero, ¿por qué matarlo ahora, señor?
               —Cuestión de lealtades, Betteridge. Nuestro texano era un nacionalista fanático.

           Un patriota podría aliarse con el diablo por el bien de su nación, pero hay cuestiones
           ante  las  que  podría  plantarse.  Es  muy  probable  que  ella  le  pidiera  que  matase  a
           alguien y él se negase. —Esto lo sabía gracias a la confesión de Collins; el anónimo
           texano había sido un aliado de dudosa valía—. El tipo se convirtió en una carga, en

           un estorbo para sus planes; como el difunto profesor Rudwick. Así que tuvo el mismo
           fin que este.

               —Debe de estar desesperada. —Puede... Pero no tenemos razones para creer que
           la alertara con su presencia
               allí.  Betteridge  parpadeó.  —Señor,  cuando  me  envió  a  ver  a  las  comuneras,
           ¿sospechaba que pudiera

               encontrarme  a  esa  mujer  allí?  —En  absoluto.  Confieso,  Betteridge,  que  era  un
           mero capricho. Lord Engels,

               un conocido mío, está fascinado con un tal Marx, el fundador de la Comuna. —
           ¿Engels,  el  magnate  del  textil?  —Sí.  De  hecho,  yo  diría  que  su  interés  roza  lo
           excéntrico. —¿Por las mujeres de la Comuna, señor? —Por las teorías del señor Marx

           en general, y la suerte de la Comuna de
               Manhattan en particular. De hecho, es la generosidad de Friedrich la que ha hecho
           posible la tournée. —¿El hombre más rico de Manchester financia un espectáculo de

           este tipo? — Betteridge parecía genuinamente perturbado por aquella revelación.




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