Page 291 - La máquina diferencial
P. 291
Leyó un documento del Despacho Exterior sobre un tal Wilhelm Stieber, un agente
prusiano que se hacía pasar por un editor de prensa exiliado llamado Schmidt. Con
bastante más interés, leyó y glosó un documento de Bow Street referido a varias
operaciones de contrabando de municiones desarticuladas recientemente, destinadas
todas ellas a Manhattan. El documento siguiente consistía en varias copias impresas
de las cartas de un tal señor Copeland, de Boston. El señor Copeland, tratante de
maderas, estaba a sueldo de la Gran Bretaña. Sus cartas describían el sistema de
fortificaciones que defendía la isla de Manhattan, con exhaustivas notas sobre la
artillería. La mirada de Oliphant, habituada ya a este tipo de documentos, pasó
rápidamente sobre la descripción realizada por Copeland de la batería que cubría el
sur de la isla, una reliquia al parecer, y se detuvo sobre los informes relativos a ciertos
rumores que aseguraban que la Comuna contaba con una cadena de minas entre los
bajíos del Romer y los estrechos.
Oliphant suspiró. Dudaba mucho que el canal estuviera minado, pero desde luego
a los líderes de la Comuna les habría encantado que fuera así. Y sería así muy pronto
si los caballeros de la Comisión para el Libre Mercado se salían con la suya.
Bligh estaba en la puerta.
—Señor, tiene una cita con el señor Wakefield en la Oficina Central de
Estadística.
Una hora después, Betteridge lo saludó desde la puerta abierta de un coche.
—Buenas tardes, señor Oliphant. —Oliphant se montó y tomó asiento. Las
cortinillas plisadas de tela negra que cubrían las ventanillas los aislaron de Half Moon
Street y los rayos del adusto sol de noviembre. Cuando el cochero se puso en
movimiento, Betteridge abrió un maletín que llevaba a los pies, extrajo de su interior
una lámpara, que procedió a encender con rápidos y hábiles movimientos, y luego
sujetó, por medio de de un artefacto de bronce lleno de bisagras y pernos, al brazo del
asiento. El interior del maletín refulgía como un arsenal en miniatura. Le pasó a
Oliphant una carpeta de color carmesí.
Oliphant la abrió y leyó la relación de las circunstancias de la muerte de Michael
Radley.
Él mismo había estado en la sala de fumadores, con el general y el pobre Radley,
ambos totalmente borrachos. De sus respectivos estilos de embriaguez, el más
presentable, menos predecible y más peligroso era el de Radley. Houston, cuando
llevaba unas copas de más, jugaba a hacerse el americano bárbaro: con los ojos
inyectados en sangre, cubierto de transpiración, mal hablado, se recostaba apoyando
una de sus grandes, gastadas y embarradas botas sobre la otomana. Mientras Houston
hablaba, fumaba y blasfemaba, cubriendo a Oliphant y a la Gran Bretaña de
improperios, él se dedicaba, sumido en un torvo silencio, a arrancar pequeños
fragmentos de un trozo de pino con un cortaplumas que, cada poco rato, limpiaba
www.lectulandia.com - Página 291