Page 293 - La máquina diferencial
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Sus diversos objetos personales yacían sobre el charco de sangre y materia que
rodeaba el cadáver: una cerilla repetidora, una pitillera y monedas de diverso valor.
Lámpara en mano, el detective examinó la escena, y descubrió una pistola de bolsillo
Lealock & Hutchings con el mango de marfil. Al arma le faltaba el gatillo. Tres de
sus cinco cañones se habían descargado... hacía muy poco, determinó McQueen.
Continuó con su búsqueda y descubrió también la llamativa cabeza dorada del bastón
del general Houston, rodeada de fragmentos de cristal. Cerca de ella había un paquete
ensangrentado, perfectamente envuelto en papel de estraza. Resultó que contenía un
centenar de tarjetas de quinótropo con la intrincada urdimbre de perforaciones
arruinada por el paso de un par de balas. Las balas, a su vez, de plomo blando y muy
deformadas, cayeron sobre la palma de la mano de McQueen mientras examinaba las
tarjetas.
El posterior examen de la sala por parte de los especialistas de la Central de
Estadística —después de que la policía metropolitana, a instancias de Oliphant,
decidiera retirarse del caso— añadió pocas cosas a lo que había observado el veterano
McQueen. El gatillo de la Lealock & Hutchings apareció detrás de un sofá. Un
descubrimiento más peculiar consistió en un diamante de corte cuadrado, de unos
quince quilates y gran calidad, que se encontró firmemente alojado entre dos de las
tablas del suelo.
Dos hombres de Antropometría Criminal, no más crípticos de lo habitual con
respecto a sus propósitos, emplearon grandes cantidades de fino papel adhesivo para
capturar diferentes pelos y trozos de pelusa de la alfombra, restos que guardaron
celosamente antes de desaparecer de manera precipitada sin que volviera a saberse de
ellos.
—¿Ha acabado usted con eso, señor?
Oliphant levantó la mirada hacia Betteridge y luego volvió a dirigirla hacia el
documento. Seguía viendo el pegajoso charco de la sangre de Radley.
—Estamos en Horseferry Road, señor.
El coche se detuvo.
—Si, gracias. —Cerró la carpeta y se la devolvió a Betteridge. Bajó del coche y
subió la amplia escalinata.
Al margen de las circunstancias que rodearan una visita concreta, siempre sentía
un peculiar nerviosismo al entrar en la Oficina Central de Estadísticas. Desde luego,
ahora lo sentía. La sensación de que, de algún modo, lo observaban, lo conocían y lo
evaluaban. El Ojo, sí...
Habló con el uniformado recepcionista del vestíbulo mientras un grupo de
mecánicos salía de un pasillo situado a su izquierda. Llevaban chaquetas de lana
cortadas a máquina y lustrosas abarcas con suela de goma. Cada uno de ellos tenía un
inmaculado saquillo de herramientas hecho de un grueso tejido de algodón, de color
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