Page 296 - La máquina diferencial
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lápiz a un lado—. Ese erudito suyo... ¿Mallory, se llama?
               —Sí.
               —He visto una crítica de su libro. Se ha ido a la China, ¿no?

               —A Mongolia. Encabeza una expedición de la Sociedad Geográfica.
               Wakefield frunció los labios y asintió.
               —Para alejarse del atraso, imagino.

               —Para alejarse del peligro, más bien. La verdad es que no es mal tipo. Parecía
           apreciar sinceramente los aspectos técnicos del trabajo que hacen ustedes aquí. Por
           cierto, he venido por una cuestión técnica, Andrew.

               —¿De veras? —Los muelles de Wakefield chirriaron. —Algo relacionado con un
           procedimiento de la Oficina de Correos. Wakefield emitió un pequeño y totalmente
           inocente sonido con la garganta. Oliphant sacó un sobre de su bolsillo y se lo pasó al

           vicesecretario.  No  estaba  cerrado.  Wakefield  tomó  un  par  de  guantes  de  algodón
           blanco de una cesta de alambre que había junto a su codo, se los puso, extrajo una

           tarjeta de dirección telegráfica del sobre, la miró de reojo y luego se volvió hacia
           Oliphant.
               —El hotel Grand’s —dijo.
               —En  efecto.  —El  emblema  del  establecimiento  se  veía  en  la  tarjeta.  Oliphant

           observó  cómo  Wakefield,  en  un  gesto  automático,  pasaba  uno  de  sus  enguantados
           dedos por las líneas de las perforaciones, en busca de algún indicio de cualquier cosa

           que pudiera ocasionar dificultades técnicas.
               —¿Quiere saber quién la envió?
               —Esa información ya obra en mi poder, gracias.
               —¿El nombre del destinatario?

               —También estoy al corriente de ello.
               Los muelles chirriaron, casi con nerviosismo, se le antojó a Oliphant. Wakefield

           se  levantó  con  un  chasquido  de  acero  e  insertó  cuidadosamente  la  tarjeta  en  una
           ranura de latón situada en la parte delantera de un instrumento con frontal de cristal
           que dominaba una hilera de carpetas llenas de tarjetas. Con una mirada a Oliphant,
           bajó una de sus enguantadas manos y accionó una palanca con mango de marfil. Al

           llegar abajo, la máquina emitió un sonido parecido al de la prensa de crédito de un
           tendero. Cuando Wakefield soltó la palanca, esta empezó a subir lentamente, entre

           unos zumbidos y chasquidos como los de la máquina de apuestas de un tabernero.
           Bajo  la  atenta  mirada  de  Wakefield,  el  zumbido  de  los  engranajes  del  aparato  fue
           cesando a medida que este se detenía. De repente, la máquina quedó en silencio.

               —Egremont  —leyó  Wakefield,  en  voz  alta  pero  discreta—.  «Las  Hayas».
           Belgravia.  —En  efecto.  —Oliphant  observó  cómo  extraía  el  otro  la  tarjeta  de  la
           ranura de latón—. Lo que necesito es el texto del telegrama, Andrew.

               —Egremont —dijo Wakefield como si no lo hubiera oído. Volvió a tomar asiento,




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