Page 301 - La máquina diferencial
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gritó:
               —¿Qué van a tomar, caballeros? Acompañado por Fraser, Oliphant siguió a la
           turba  de  apostadores  con  sus  perros.  Sobre  la  chimenea  del  salón  colgaban  unas

           vitrinas de cristal en las que se exhibían las cabezas disecadas de animales que habían
           sido famosos en su momento. Oliphant se fijó en la cabeza de un bull terrier, al que
           parecía que fueran a salírsele de las órbitas los ojos de cristal.

               —Ese  parece  que  murió  estrangulado  —le  comentó  a  Fraser  mientras  se  lo
           señalaba.
               —Hicieron  una  chapuza  al  disecarla,  señor  —dijo  el  camarero,  un  muchacho

           rubio  con  un  delantal  de  cuero—.  Era  una  de  las  mejores  cazadoras  de  toda
           Inglaterra. La vi matar veinte seguidas, aunque al final acabaron con ella. Lo peor de
           las ratas de alcantarilla es que les provocan cancro a los perros, aunque siempre les

           lavábamos la boca con pipermín y agua.
               —Eres el chaval de Sayers —dijo Fraser—. Queríamos hablar con tu padre.

               —¡Vaya, yo lo conozco, señor! Usted estaba ahí cuando aquel caballe...
               —Avisa a tu padre, Jem, y deprisa —lo interrumpió Fraser, con lo que impidió
           que el chaval anunciara la presencia de un oficial de policía a los parroquianos allí
           congregados.

               —Está arriba, encendiendo la chimenea, señor —dijo el muchacho.
               —Buen chico —repuso Oliphant mientras le daba un chelín.

               Fraser y él subieron por una amplia escalera de madera que conducía a lo que en
           su día había sido el salón. Fraser abrió una puerta y se encontró en el matadero de
           ratas.
               —El foso no está abierto aún, demonios —gritó un sujeto obeso con un bigote

           pelirrojo. Oliphant vio que el foso consistía en un circo de madera, de unos seis pies
           de  diámetro,  con  un  cerco  elevado  situado  a  la  altura  del  codo.  Sobre  este  se

           bifurcaban los brazos de una lámpara de gas de ocho pantallas, que iluminaba el suelo
           pintado de blanco del pequeño cuadrilátero. El propietario del Jabalí Azul, el señor
           Sayers, ataviado con un voluminoso chaleco de seda, se encontraba allí de pie, con
           una  rata  vivita  y  coleando  en  la  mano  izquierda—.  Pero  si  es  usted,  señor  Fraser.

           Discúlpeme, señor. —Agarró a la criatura por el cuello y le arrancó los dientes más
           grandes sin más instrumento que sus fuertes pulgares—. Me han pedido una docena

           con los colmillos afeitados. —Dejó caer la rata mutilada junto con varias más como
           ella  en  una  jaula  de  alambre  oxidado  y  se  volvió  hacia  sus  visitantes—.  ¿En  qué
           puedo servirlo, señor Fraser?

               Fraser sacó un retrato del depósito de cadáveres realizado a máquina.
               —Sí, es nuestro hombre —dijo Sayers enarcando las cejas—. Un tipo grande y de
           piernas largas. Y muerto, a juzgar por su aspecto.

               —¿Está usted seguro? —Oliphant había empezado a percibir el olor de las ratas




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