Page 300 - La máquina diferencial
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señor, ¡por predicar «el apego a la religión y el amor libre»! ¡El amor libre, nada
           menos! —Las grandes y pálidas manos de Kriege, con sus descuidadas uñas, asieron
           de manera inconsciente un montón de papeles.

               —Lo han utilizado a usted de mala manera, señor Kriege. —Oliphant pensó en su
           amigo,  lord  Engels.  Era  inconcebible  que  el  brillante  industrial  del  textil  se
           relacionara,  aunque  fuese  de  manera  remota,  con  gente  de  aquella  calaña.  Kriege

           había sido miembro del llamado «comité central» de la Comuna antes de que Marx lo
           expulsara. Prófugo de la Unión del Norte y sin un penique, había huido con nombre
           falso,  en  compañía  de  su  mujer  y  su  hija,  para  unirse  a  los  miles  de  refugiados

           americanos.
               —Esas pantomimas del Bowery...
               —¿Sí? —Oliphant se inclinó hacia delante.

               —Hay facciones en el seno del partido...
               —Continúe.

               —Anarquistas camuflados como comunistas; feministas; toda clase de ideologías
           desviadas,  ¿sabe  usted?  Células  encubiertas  que  no  están  bajo  el  control  de
           Manhattan.
               —Ya veo —dijo Oliphant mientras pensaba en los múltiples matices y aspectos

           que acarreaba la confesión de William Collins.





           De nuevo a pie, Oliphant recorrió el serpenteante camino que lo separaba del Soho,
           hasta  llegar  a  la  calle  Compton,  donde  se  detuvo  junto  a  la  entrada  de  un  local
           conocido como el Jabalí Azul.

               «Cualquier caballero amante del deporte», le informó un cartel de gran tamaño,
           «y cualquier decidido partidario de la destrucción de estas alimañas» daría «un reloj
           de pulsera de oro por ver cómo caen en las fauces de perros de menos de trece libras

           y tres cuartos de peso». Bajo el cartel manchado, una placa de madera anunciaba:
           «ratas  siempre  disponibles  para  que  nuestra  distinguida  clientela  pueda  poner  a
           prueba a sus perros».

               Pocos segundos después de entrar estaba saludando a Fraser en medio del rancio
           olor a perro, humo de tabaco y ginebra tibia de a penique.
               La  alargada  barra  estaba  atestada  de  clientes  procedentes  de  todas  las  clases

           sociales,  muchos  de  ellos  con  perros  debajo  del  brazo.  Había  bulldogs,  terriers  de
           Skye y pequeños terriers ingleses de color marrón. La habitación tenía el techo bajo y
           pocos ornamentos. De las paredes colgaban collares de cuero en grupos.

               —¿Ha venido usted en coche, señor? —inquirió Fraser.
               —A pie, de una cita anterior.
               —A ver —gritó el tabernero—. ¡No bloqueen la barra!

               Hubo  un  movimiento  general  en  dirección  al  salón,  donde  un  joven  camarero


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