Page 305 - La máquina diferencial
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y subió las escaleras.
               Tate fue tras él. Desde arriba llegaban los furiosos ladridos de los perros y los
           ásperos gritos de los apostadores.

               —Trabajan para Egremont —dijo Oliphant.
               El rostro de Fraser se retorció de asco. Asco y algo parecido al asombro.
               —No parece que podamos hacer mucho más aquí, Fraser. Imagino que tiene usted

           un coche preparado.





           El señor Mori Arinori, favorito entre los «pupilos» japoneses de Oliphant, extraía un
           feroz deleite de todo lo británico. Oliphant, que desayunaba frugalmente, si es que
           desayunaba,  a  veces  se  sometía  a  colaciones  matutinas  colosalmente  «británicas»

           para complacer a Mori. En aquella ocasión, el nipón vestía el más voluminoso de los
           pantalones  de  golf  que  quepa  imaginar  y  una  bufanda  de  tartán  de  la  Real  Orden
           Irlandesa de los Ingenieros del Vapor.

               Resultaba  ligera  y  agradablemente  paradójico,  pensó  Oliphant,  observar  cómo
           untaba  Mori  de  mermelada  una  rebanada  de  pan,  mientras  él  mismo  sentía  en  su
           interior nostalgia de sus días en Japón, donde había servido como primer secretario

           de Rutherford Alcock. Su estancia en Edo le había permitido cultivar un apasionado
           aprecio por los tonos discretos y las sutiles texturas de un mundo de ritual y sombra.
           Ahora echaba de menos el delicado traqueteo de la lluvia sobre el papel engrasado, el

           balanceo de las flores en las diminutas callejuelas, la luz de las lámparas portátiles de
           papel, las fragancias y la oscuridad, las sombras de la ciudad baja...
               —¡Oriphant san, la tostada está muy buena, más aún, es excelente! ¿Está usted

           triste, Oriphant san?
               —No, señor Mori, en absoluto. —Se obligó a tomar un poco de beicon, a pesar de
           que  no  tenía  ningún  hambre.  Apartó  de  su  cabeza  el  inesperado  y  desagradable

           recuerdo del espeluznante baño de la mañana y de la goma que se adhería a su cuerpo
           —. Estaba acordándome de Edo. Esa ciudad tiene gran encanto para mí.
               Mori  miró  directamente  a  Oliphant  con  sus  brillantes  y  oscuros  ojos  mientras

           masticaba pan con mermelada, y luego, con una destreza que evidenciaba su práctica,
           se limpió los labios con una servilleta de lino.
               —«Encanto».  La  palabra  que  utilizan  ustedes  para  hablar  de  las  viejas

           costumbres. Las costumbres son un estorbo para mi nación. Esta misma semana he
           enviado a Satsuma una carta contra la costumbre de llevar espada. —Los brillantes
           ojos volaron, por una fracción de segundo, hacia los dedos agarrotados de la mano

           izquierda de Oliphant. Como si despertara bajo la presión de la percepción de Mori,
           la  cicatriz  que  Oliphant  tenía  debajo  de  la  manga  empezó  a  palpitar  con  un  dolor
           sordo.

               —Pero, señor Mori —dijo Oliphant mientras dejaba el tenedor de plata a un lado


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