Page 308 - La máquina diferencial
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escenario repleto de imprecaciones, y entonces, de manera brusca, Mazulem, el búho
           nocturno llegó a su fin.
               El  público  silbó,  aplaudió  y  vitoreó.  Oliphant  se  fijó  en  un  hombretón  de

           mandíbula ancha, con un recio bastón de caña, que se situaba junto a la entrada del
           foso. Estaba observando al público con la mirada entornada.
               —Venga conmigo, señor Mori. Detecto una oportunidad periodística.

               —Laurence  Oliphant,  periodista.  —Le  entregó  su  tarjeta  al  hombretón—.
           ¿Tendría la amabilidad de entregar esto a la señorita América, junto con mi solicitud
           de entrevistarla?

               El hombre cogió la tarjeta, la miró de soslayo y la dejó caer al suelo. Oliphant vio
           que su nudoso puño se cerraba alrededor del bastón. Mori emitió un siseo, como una
           máquina  de  vapor.  Oliphant  se  volvió;  el  japonés,  con  el  sombrero  de  copa

           perfectamente adosado a la cabeza, había adoptado la pose de un guerrero samurai, y
           empuñaba  el  bastón  con  ambas  manos.  Los  inmaculados  gemelos  de  lino  y  oro

           resplandecían en sus fina muñecas.
               La  despeinada  pero  atractiva  cabeza  de  Helena  América,  teñida  de  manera
           extravagante  con  henna,  hizo  entonces  su  aparición.  Tenía  los  ojos  perfilados  con
           lápiz negro.

               Mori mantuvo su postura.
               —¿La  señorita  Helena  América?  —Oliphant  extrajo  una  segunda  tarjeta—.

           Permítame que me presente. Soy Laurence Oliphant, periodista...
               Helena  América  realizó  un  movimiento  fugaz  frente  al  rostro  pétreo  de  su
           compatriota, como si estuviera conjurando algo de la nada. El hombre bajó el bastón,
           aunque no apartó su beligerante mirada de Mori. La caña del bastón, vio Oliphant,

           estaba a todas luces reforzada.
               —Cecil  es  sordomudo  —dijo  ella,  pronunciando  el  nombre  con  una  «e»  dura,

           marcadamente americana.
               —Lo siento mucho. Le di mi tarjeta...
               —No sabe leer. ¿Dice usted que trabaja en la prensa?
               —Soy periodista ocasional. Y usted, señorita América, es una autora de primer

           nivel. Permita que le presente a mi buen amigo, el señor Mori Arinori, enviado del
           mikado del Japón.

               Con una mirada letal a Cecil, Mori volteó su bastón con admirable elegancia, se
           quitó el sombrero y realizó una reverencia a la manera europea. Helena América, con
           los ojos abiertos de par en par, lo miró como si fuera un perro amaestrado. Llevaba

           una capa militar pulcramente remendada, deshilachada aunque aparentemente limpia,
           en  esa  tonalidad  del  gris  que  los  confederados  llamaban  nogal  oscuro,  aunque  los
           botones del regimiento que la prenda llevara originalmente habían sido reemplazados

           por otros más sencillos, de cuerno.




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