Page 309 - La máquina diferencial
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—Nunca había visto un chino vestido así —dijo.
—El señor Mori es japonés.
—Y usted es periodista. —En cierto modo, sí. Helena América sonrió, y al
hacerlo enseñó un diente de oro. —¿Y le ha gustado nuestro espectáculo? —Ha sido
extraordinario, extraordinario del todo. La sonrisa de la mujer se ensanchó. —
Entonces venga a Manhattan, señor, porque el Pueblo Alzado tiene el viejo
Olympic, al este de Broadway, detrás de la calle Houston. Se nos aprecia mejor en
nuestro propio medio. —Entre la enmarañada nube de rizos teñidos, unas finas
bandas de plata le perforaban los oídos.
—Sería un gran placer. Al igual que entrevistar a la autora de...
—Yo no escribí la obra —dijo ella—. Fue Fox.
—¿Perdón? —George Washington Lafayette Fox. ¡El Grimaldi marxista, el
Tamla de la pantomima social! Fue decisión de la Troupe decir que la escribí yo,
aunque sigo sin estar de acuerdo.
—Pero el mensaje de introducción...
—Ese sí que lo escribí yo, señor, y bien orgullosa que estoy de ello. Pero el pobre
Fox...
—No lo sabía —dijo Oliphant, un poco desconcertado.
—Fue la terrible presión del trabajo —dijo ella—. El gran Fox, quien, sin la
ayuda de nadie, logró elevar la pantomima social a su nivel actual de importancia
revolucionaria, acabó sumido en la locura por las obras de una noche; totalmente
exhausto por tener que inventar trucos cada vez más ingeniosos y transformaciones
cada vez más rápidas. La locura fue apoderándose poco a poco de él, hasta que su
rostro se convirtió en una mueca espantosa de contemplar. —Había asumido la
actitud que adoptaba sobre el escenario. Pasado un instante continuó, en un tono más
confidencial—. Cayó en la más tosca indecencia, señor, así que ahora hay que
mantenerlo bien vigilado por si las obscenidades exceden cierto límite.
—Lo siento mucho.
—Manhattan no es lugar para los locos, señor. Es triste decirlo, pero es cierto.
Está en un manicomio de Somerville, Massachusetts. Si quiere publicar eso, tiene
usted mi permiso.
Oliphant se dio cuenta de que estaba mirándola fijamente, mudo de asombro.
Mori Arinori se había retirado un poco y parecía estar observando cómo salía el
público del Garrick. El sordomudo Cecil se había esfumado con su bastón de caña
reforzada.
—Me comería un caballo —dijo Helena América alegremente.
—Por favor, permita que la invite. ¿Dónde quiere cenar?
—Hay un sitio en la esquina. —Al salir del foso por las escaleras, Oliphant vio
que llevaba un tipo de botas de goma que los americanos llamaban Chickamaugas, un
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