Page 298 - La máquina diferencial
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Wakefield resopló.
               —¿Buscará ese telegrama para mí? Cuando tenga tiempo, claro está.
               Wakefield inclinó la cabeza, aunque solo un poco.

               —Muchas gracias —respondió Oliphant. Saludó al vicesecretario con el paraguas
           cerrado y se levantó para marcharse entre los cubículos de la oficina y las inclinadas
           y pacientes cabezas de los funcionarios que trabajaban bajo sus órdenes.





           Oliphant había realizado un trayecto, con la sinuosidad que su profesión exigía, entre

           la taberna del Soho en la que había pedido a Betteridge que lo dejara y la calle Dean.
           Entró  en  una  casa  manchada  de  hollín  que  tenía  la  puerta  abierta.  Tras  cerrarla
           ruidosamente tras de sí, subió dos tramos de escaleras desnudas. El aire

               helado olía a col hervida y a tabaco. Tocó dos veces la puerta, y luego otras dos.
           —Pase, pase, que no entre el frío... —El señor Herman Kriege, con su poblada
               barba,  antiguo  corresponsal  del  Volks  Tribüne  de  Nueva  York,  parecía  llevar

           todas las prendas que poseía, como si se hubiera apostado algo a que era capaz de
           enfundarse en el contenido entero de la carretilla de un trapero.
               Cerró la puerta y echó el pestillo detrás de Oliphant.

               Kriege tenía dos habitaciones. La que tenía vistas a la calle ejercía como salón, y
           la que había tras ella era el dormitorio. Todo estaba roto, descabalado y en estado del
           máximo desorden. Una mesa grande y pasada de moda, cubierta con tela encerada,

           ocupaba  el  centro  de  la  primera  habitación.  Sobre  ella  había  manuscritos,  libros,
           periódicos, una muñeca con una cabeza de Dresde, artículos de costura femeninos,
           tazas de porcelana rotas, cucharas sucias, cuchillos, plumas, candelabros, un tintero,

           pipas de porcelana holandesa y ceniza de tabaco.
               —Siéntese, siéntese, por favor. —Más osuno que nunca en su abultado atuendo,
           Kriege  hizo  un  vago  ademán  en  dirección  a  una  silla  que  solo  tenía  tres  patas.

           Oliphant atravesó parpadeando una nube de humo de carbón y tabaco hasta llegar a
           una silla que parecía entera, y que aparentemente había servido a la hija de Kriege
           para jugar a las cocinitas. Tras un momento de duda tomó la decisión de arriesgar los

           pantalones, así que apartó a un lado las migas manchadas de mermelada y se sentó
           frente a Kriege al otro lado del triste caos doméstico que era la mesa abarrotada de
           basura.

               —Un regalito para su pequeña Traudl —dijo Oliphant mientras sacaba un paquete
           envuelto en papel de celofán de su abrigo. El celofán estaba sujeto a su vez por un
           rectángulo autoadhesivo con las credenciales grabadas de una juguetería de la calle

           Oxford—. Un juego de té.
               —La niña lo llama «tío Larry». No debería conocer su nombre.
               —Hay muchos Larry en el Soho, imagino. —Sacó un sobre sencillo, lo abrió y lo

           dejó junto al paquete, alineado con precisión con el borde de la mesa. Contenía tres


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