Page 292 - La máquina diferencial
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sobre la suela de su bota. Radley, en cambio, con las mejillas sonrosadas y los ojos
           brillantes, temblaba literalmente con el efecto estimulante del licor.
               La visita de Oliphant se había llevado a cabo con el objeto expreso de poner un

           poco nervioso a Houston la víspera de su partida a Francia, pero el despliegue de
           hostilidad mal disimulada que se profesaban el general y su publicista había sido algo
           inesperado.

               Oliphant  había  tenido  la  esperanza  de  sembrar  la  duda  con  respecto  al  tour
           francés; con este fin, y sobre todo a beneficio de Radley, había conseguido insinuar
           un exagerado grado de cooperación por parte de los servicios de inteligencia de Gran

           Bretaña  y  Francia.  Había  sugerido  que  Houston  tenía  ya,  al  menos,  un  poderoso
           enemigo  en  la  Police  des  Châteaux,  la  guardia  personal  y  policía  secreta  del
           emperador Napoleón. Y aunque la Police des Châteaux era poco numerosa, no estaba

           en  modo  alguno  sometida  a  limitaciones  constitucionales.  Era  obvio  que  Radley,
           como  mínimo,  y  a  despecho  de  su  condición,  había  tomado  nota  de  la  implícita

           amenaza.
               Luego los había interrumpido un criado que traía una nota para Radley. Al abrirle
           la puerta, Oliphant había reparado en el rostro de una joven. Radley había afirmado,
           al tiempo que se excusaba, que tenía que hablar brevemente con una periodista amiga

           suya.
               Había vuelto a la sala de fumadores diez minutos más tarde. Oliphant se había

           marchado entonces, tras soportar una prolongada y especialmente florida diatriba del
           general, que había consumido la mayor parte de una pinta de brandy en ausencia de
           Radley.
               Reclamado de nuevo al hotel Grand’s por un telegrama en las primeras horas del

           alba,  Oliphant  había  buscado  de  inmediato  al  detective  del  hotel,  un  policía
           metropolitano retirado llamado McQueen, a quien había llamado a la habitación de

           Houston, número veinticuatro, el recepcionista, el señor Parkes.
               Mientras  Parkes  trataba  de  calmar  a  la  histérica  esposa  de  un  vendedor  de
           pavimento de Lancashire, que se encontraba en la habitación número veinticinco en
           el momento de producirse la perturbación, McQueen había probado el picaporte de la

           puerta de Houston y se la había encontrado abierta. La nieve entraba por la ventana
           rota y el aire, ya helado, apestaba a pólvora quemada, sangre y, tal como lo expresó

           McQueen con toda delicadeza, el contenido de las tripas de un caballero. En medio
           de aquella ruina escarlata se encontraba el cadáver de Radley, demasiado visible a la
           fría  luz  del  alba.  McQueen  le  había  pedido  a  Parkes  que  telegrafiara  a  la  policía

           metropolitana. A continuación había utilizado su llave maestra para cerrar la puerta,
           había  encendido  la  puerta  y  había  tapado  la  ventana  con  los  restos  de  una  de  las
           cortinas.

               La condición de la ropa de Radley indicaba que le habían registrado los bolsillos.




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