Page 288 - La máquina diferencial
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—Es curioso, sí. Friedrich es hijo de un rico industrial de la región del Rin... En
           cualquier caso, tenía curiosidad por conocer su informe. Y, por descontado, tenía la
           esperanza  de  que  nuestro  amigo  McNeile  hiciera  acto  de  presencia.  Los  Estados

           Unidos miran con muy malos ojos la revolución roja de Manhattan.
               —Una de las mujeres dio una especie de..., vaya, sermón, antes de la pantomima.
           ¡Menudo galimatías! Algo sobre unas «leyes de hierro»...

               —Las «leyes de hierro de la historia», sí. Todo muy doctrinario. Pero Marx ha
           robado parte de su doctrina de Lord Babbage..., hasta tal punto que su doctrina podría
           llegar a dominar América un día. —Las náuseas se le habían pasado—. Pero tenga en

           cuenta,  Betteridge,  que  la  Comuna  se  fundó  durante  las  revueltas  que  azotaron  la
           ciudad  durante  la  guerra,  como  protesta  por  el  reclutamiento  forzoso.  Marx  y  sus
           seguidores  se  hicieron  con  el  poder  en  un  período  de  caos.  Algo  parecido  a  los

           sucesos  ocurridos  en  Londres  durante  el  verano.  Aquí,  claro  está,  conseguimos
           superar la crisis, a pesar de la pérdida del gran orador. La transmisión apropiada del

           poder lo es todo, Betteridge.
               —Sí,  señor  —asintió  Betteridge,  distraído  del  asunto  de  las  simpatías
           revolucionarias  de  lord  Engels  por  los  sentimientos  patrióticos  de  Oliphant.  Este
           contuvo un suspiro y se dijo que le habría encantado albergarlos genuinamente.





           De  regreso  a  casa,  Oliphant  se  quedó  medio  dormido.  Estaba  soñando,  como  le

           ocurría con gran frecuencia, con un ojo omnisciente cuyas infinitas perspectivas eran
           capaces de resolver cualquier misterio.
               Al llegar, se encontró, con una consternación que fue incapaz de disimular, con

           que Bligh le había preparado un baño en la bañera plegable de goma, tal como le
           había  prescrito  recientemente  el  doctor  McNeile.  En  bata  y  camisón,  con  unas
           zapatillas  de  piel  de  topo  bordadas,  Oliphant  examinó  el  artefacto  con  resignado

           desagrado.  Allí  estaba,  soltando  vapor,  delante  de  la  perfectamente  funcional  y
           perfectamente vacía bañera de porcelana blanca que dominaba su cuarto de baño. La
           de goma, con el negro y fláccido pilón tenso y bulboso a consecuencia del volumen

           de agua que contenía en aquel momento, era de fabricación suiza. Sustentada por una
           compleja estructura plegable de teca teñida de negro, estaba conectada al grifo por
           medio de un tubo que parecía un gusano y varias válvulas de cerámica.

               Tras  quitarse  la  bata  y  el  pijama,  se  descalzó  y  pasó  del  frío  de  las  baldosas
           octogonales de mármol a las suaves y calientes fauces. En el trabajoso acto de tomar
           asiento estuvo a punto de derribar el artefacto. El elástico material, sujeto por todos

           los  lados  por  la  estructura,  cedía  bajo  su  peso,  lo  que  resultaba  particularmente
           desagradable. Y peor aún era, descubrió al instante, su forma de abrazarle las nalgas.
           Según la prescripción de McNeile, debía pasar allí reclinado un cuarto de hora, con la

           cabeza  apoyada  en  la  pequeña  almohada  de  tela  recauchutada  que  a  tal  efecto


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