Page 97 - La máquina diferencial
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Describió a los atormentadores de Ada y las circunstancias lo mejor que pudo,
pero no mencionó el estuche de madera con sus tarjetas para máquinas francesas de
celulosa alcanforada. Mallory razonaba que aquel era un asunto privado entre la dama
y él; ella le había confiado la guarda y custodia de ese extraño objeto suyo, y él lo
consideraba una obligación sagrada. El estuche de madera con las tarjetas,
cuidadosamente envuelto en lino blanco para muestras, yacía oculto entre fósiles
enyesados, en uno de los casilleros privados que tenía Mallory en el Museo de
Geología Práctica, esperando a que pudiera prestarle una mayor atención.
Oliphant cerró el cuaderno, guardó el bolígrafo y le hizo una seña al camarero
para que les trajeran unas bebidas. El camarero reconoció a Mallory y le sirvió un
ponche de coñac. Oliphant tomó una ginebra rosa.
—Me gustaría que conociera a unos amigos míos —señaló Oliphant—. La
Oficina Central de Estadísticas guarda extensos archivos de las clases criminales,
mediciones antropométricas, retratos mecánicos y demás. Me gustaría que intentara
identificar a su asaltante y a la mujer que era su cómplice.
—Muy bien —respondió Mallory.
—También se le asignará protección policial.
—¿Protección?
—No un policía común, por supuesto. Alguien de la Oficina Especial. Son muy
discretos.
—No puedo ir por ahí con un policía pisándome los talones —protestó Mallory
—. ¿Qué diría la gente?
—Me preocupa bastante más lo que dirán si lo encuentran a usted destripado en
un callejón. ¿Dos destacados expertos en dinosaurios asesinados en circunstancias
misteriosas? A la prensa le iba a entusiasmar.
—No necesito ningún guardián. No le tengo miedo a ese chulito.
—Es muy posible que ese en concreto carezca de importancia. Al menos lo
sabremos si logra usted identificarlo. —Oliphant suspiró con delicadeza—. Sin duda
es un asunto muy frívolo, según los estándares del imperio. Pero yo consideraría que
incluye el dominio del dinero; los servicios, cuando se necesitan, de esa suerte turbia
de inglés que vive en los callejones poco frecuentados de la vida extranjera de
Londres; y, por último, la secreta simpatía de los refugiados americanos, que llegan
aquí huyendo de las guerras que conmocionan su continente.
—¿Y usted imagina que lady Ada ha caído de algún modo en este alarmante
asunto?
—No, señor, en absoluto. Puede estar seguro de que no es posible que ese sea el
caso. La mujer que vio no puede haber sido Ada Byron.
—Entonces considero el tema zanjado —respondió Mallory—. Si fuera a decirme
que los intereses de lady Ada están en peligro, yo podría acceder a tomar casi
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