Page 99 - La máquina diferencial
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Mallory se dio cuenta con un inquietante sobresalto de que había estado hablando
para sí, cautivado, y que murmuraba en voz alta acerca de la tortuosidad de Oliphant.
El muchacho, tras atraer la atención de Mallory, realizó una voltereta hacia atrás. El
paleontólogo le tiró dos peniques, se giró en una dirección cualquiera sin pensar y se
alejó caminando. Poco después descubría que estaba en Leicester Square, cuyos
paseos de gravilla y jardines formales eran un lugar excelente para sufrir un robo o
una emboscada. Sobre todo por la noche, ya que las calles de los alrededores ofrecían
teatros, pantomimas y espectáculos de linterna mágica.
Tras cruzar Whitcomb y luego Oxenden se encontró en Haymarket, extraño bajo
la plena luz de aquel día de verano sin sus estridentes prostitutas, que a esas horas
dormían. Lo recorrió entero por pura curiosidad. El lugar tenía un aspecto muy
diferente durante el día, desvencijado y cansado de su existencia. Al final, y tras
observar el paso indolente de Mallory, se le acercó un chulo que le ofreció un paquete
de fundas francesas, armadura infalible contra la fiebre de las damas.
Mallory las compró y dejó caer el paquete dentro de su maletín.
Giró a la izquierda y se adentró en el satisfactorio estruendo del abarrotado Pall
Mall, cuyo amplio macadán estaba flanqueado por las verjas de hierro negro de los
clubes exclusivos, cuyas fachadas de mármol quedaban apartadas del jaleo de la
calle. Fuera de Pall Mall, al otro extremo de Waterloo Place, se levantaba el
monumento al duque de York. El anciano gran duque de York, el de los diez mil
hombres, era ahora una efigie lejana y ennegrecida por el hollín, su rotunda columna
empequeñecida por las agujas de acero de la sede de la Real Sociedad.
Mallory ya se había orientado. Recorrió la pasarela elevada sobre Pall Mall
mientras a sus pies los braceros, con la cabeza cubierta por pañuelos para combatir el
sudor, bregaban y perforaban el pavimento con una atronadora excavadora de dientes
de acero. Vio que estaban preparando los cimientos de un nuevo monumento,
dedicado sin duda a la gloria de la victoria en Crimea. Subió por Regent Street hasta
el Circus, donde la multitud salía sin cesar por las puertas de mármol del metro,
siempre manchadas de hollín. Permitió que lo empaparan las rápidas corrientes de
humanidad.
Se percibía allí un potente hedor, un tufo a cloaca similar al vinagre quemado, y
por un momento Mallory se imaginó que aquel miasma emanaba de la propia
multitud, de la ventilación malsana de sus abrigos y zapatos. La peste poseía una
intensidad subterránea, una química feroz, profundísima, la calidad de las cenizas
calientes y los goteos sépticos, y entonces pensó que ese aire era expelido, expulsado
desde los caliginosos intestinos de Londres por los trenes que los recorrían como
tiros. Después la multitud lo empujó calle arriba, por Jermyn Street, y un momento
después podía oler los embriagadores productos del emporio quesero de Paxton y
Whitfield. Se apresuró por Duke Street, olvidado ya el hedor, e hizo una pausa bajo
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