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JESÚS — UN MAESTRO VERDADERAMENTE DEFINITIVO

                  viciosos  y  destructivos  maestros  de  falsedad  se  presentan  amables,  humildes,  amorosos  y
                  benevolentes.

                  Los  conocemos  por  sus  frutos—es  decir,  su  enseñanza.  Estos  maestros  engañosos  pueden
                  aparentar ser inofensivos y hasta benéficos con la humanidad, pero cuando empiezan a rasgar,
                  desfigurar y devorar, usted será capaz de identificarlos con precisión. Probablemente lucirán
                  sonrisas de oreja a oreja y tendrán una sarta de palabras comprometedoras saliendo de sus
                  bocas, pero su enseñanza no va a concordar con la revelación divina y al final producirá división
                  y condenación.

                  Juan dice: «Probad los espíritus para ver si son de Dios» (1 Jn. 4:1). Los «probamos» cuando
                  vamos a la Escritura a verificar si su doctrina está allí y es una doctrina sana. El fruto que los
                  marca como falsos profetas es lo que ellos dicen, no lo que hacen.
                  Si alguien hace que el edificio donde se reúne la iglesia se levante a diez pies del suelo, pero su
                  enseñanza no está de acuerdo con la palabra de Dios, la Biblia dice que lo debemos rechazar.
                  Pueden atraer muchas personas a su show pero si no enseñan la sana doctrina, «márquelos y
                  evítelos».

                  Esto no significa que todo el que nos enseñe amablemente es un falso maestro. Un verdadero
                  profeta de Dios será considerado con los demás y un campeón de toda buena obra, pero, cuando
                  la ocasión lo requiera, será Juan el Bautista («¡Camada de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de
                  la ira que vendrá?»), o Elías («Entonces Elías les dijo: Prended a los profetas de Baal, que no se
                  escape ninguno de ellos. Los prendieron, y Elías los hizo bajar al torrente Cisón y allí los degolló»).

                  Jesús se levantó con justa indignación y los reprendió ferozmente. «¡Ay de vosotros, escribas y
                  fariseos, hipócritas!, porque recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando llega
                  a serlo, lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros… ¡Insensatos y ciegos!... sois
                  semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están
                  llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia» (Mat. 23:15-36). Un verdadero maestro de
                  las buenas nuevas debe ser capaz de desechar sinceramente todo camino falso (Sal. 119:104).
                  El hijo del Dios Altísimo, aunque fue humilde y paciente, también fue fuerte y valiente. Él era un
                  hombre en todo el sentido de la palabra. Él demandó respeto y admiración de las almas que
                  luchaban contra las aguas y el viento enfurecido cuando los calmó con voz firme. Jesús no era
                  débil, delicado o afeminado, sino que era poderoso y audaz. En dos ocasiones sonó los azotes y
                  expulsó a los cambistas del templo.

                  Los ancianos, en la iglesia, deben «Retener la palabra fiel que es conforme a la enseñanza» y
                  ser capaz de «refutar a los que contradicen» (Tito 1:9). Los evangelistas, en el cuerpo de Cristo,
                  deben «corregir tiernamente a los que se oponen» (2 Tim. 2:25) y tapar la boca de los que se
                  vuelven a los mitos apartándose de la verdad (Tito 1:13-14).

                  Nuestro comandante en jefe nos advierte de la destrucción definitiva de los falsos profetas y de
                  sus seguidores. «Así, todo árbol bueno da frutos buenos; pero el árbol malo da frutos malos. Un
                  árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo
                  árbol que no da buen fruto, es cortado y echado al fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis»
                  (Mat. 7:17-20).






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