Page 113 - El camino de Wigan Pier
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Puede objetarse aquí que, aunque el socialista teórico y formado en los libros no
sea personalmente un obrero, lo que le mueve es su amor por la clase obrera. Se
supone que aspira a desprenderse de su status burgués y luchar junto al proletariado.
Pero ¿son éstos realmente sus motivos?
A veces observo a algún socialista —al tipo intelectual, redactor de octavillas, con
su pullover, su cabello alborotado y sus citas de Marx— y me pregunto cuáles deben
de ser sus verdaderos motivos. Muchas veces es difícil creer que le mueva el amor a
algo, y mucho menos el amor a la clase obrera, de la cual está él más alejado que
nadie. Creo que la motivación oculta de muchos socialistas es, sencillamente, un
hipertrofiado sentido del orden. El actual estado de cosas les disgusta, no porque sea
origen de miseria y menos aún porque haga imposible la libertad, sino porque es
desordenado. Lo que ellos desean, básicamente, es reducir el mundo a algo parecido a
un tablero de ajedrez. Tomemos, por ejemplo, las obras de un socialista de toda la
vida como Shaw. ¿Cuánta comprensión, o siquiera conocimiento de la vida de la
clase obrera denotan estas obras? El propio Shaw declara que sólo es posible llevar a
un obrero a la escena en calidad de «objeto de compasión», y, en la práctica, él no le
presenta ni siquiera así, sino simplemente como una especie de figura cómica a lo W.
W. Jacobs, como el estereotipado cómico habitante del East End, como los de
Comandante Bárbara y La conversión del capitán Brassbound. Todo lo más, su
actitud hacia la clase obrera es la actitud irónica del Punch y, en ocasiones más serias,
considera a los obreros simplemente despreciables y repugnantes (obsérvese, por
ejemplo, al joven que representa a las clases desposeídas en Misalliance). La pobreza,
la mentalidad creada por la pobreza, son cosas que han de ser abolidas desde arriba,
por la violencia si es necesario, quizás incluso mejor por la violencia. De ahí su
adoración por los «grandes hombres» y su inclinación por las dictaduras, fascistas o
comunistas, pues para él, según parece (véanse sus comentarios acerca de la guerra
italo-abisinia y de las conversaciones entre Stalin y Wells), Stalin y Mussolini son
personas casi equivalentes. La misma visión, en una forma más moderada, se
encuentra en la autobiografía de Beatrice Webb, que nos da, inconscientemente, una
muy reveladora imagen del socialista magnánimo visitador de suburbios. Lo cierto es
que, para mucha gente que se llaman socialistas, la revolución no significa un
movimiento de las masas con el cual ellos esperan asociarse, sino una serie de
reformas que «nosotros», los listos, les vamos a imponer a «ellos», las clases bajas.
Por otra parte, sería erróneo considerar al socialista formado en los libros como un ser
sin sangre en las venas, totalmente incapaz de emoción. Aunque raramente dé
muchas pruebas de afecto hacia los explotados, es perfectamente capaz de mostrar
odio —una especie de extraño odio teórico, en el vacío— hacia los explotadores. De
ahí el tradicional gran deporte socialista consistente en denunciar a la burguesía. Es
sorprendente la facilidad con que casi todos los escritores socialistas pueden
entregarse a delirios de ira contra la clase a la cual invariablemente pertenecen, por
nacimiento o por adopción. A veces, el odio hacia las costumbres y la «ideología»
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