Page 30 - El camino de Wigan Pier
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tiene  cuarenta  años  de  actividad  laboral,  tiene  aproximadamente  una  posibilidad
           contra  siete  de  no  resultar  herido  y  poco  más  de  veinte  contra  una  de  morir  en
           accidente. Ningún otro trabajo tiene un índice de peligrosidad tan alto; el que le sigue
           es la navegación, en la cual muere un marinero de cada (menos de) 1300 todos los

           años.  Las  cifras  que  he  dado  corresponden  al  conjunto  de  los  trabajadores  de  las
           minas; para los que trabajan en los pozos, el riesgo proporcional es mucho mayor.
           Todos los mineros veteranos con quienes he hablado habían tenido un accidente serio
           o  bien  habían  visto  morir  a  varios  de  sus  compañeros.  En  todas  las  familias  de

           mineros se cuentan historias de padres, hermanos o tíos muertos en accidente. («Se
           cayó de una altura de doscientos metros, y no le habrían recogido ni a pedazos si no
           llega a llevar un traje impermeable nuevo», y muchas otras parecidas). Algunas de
           estas historias son horrorosas. Por ejemplo, un minero me contó que un compañero

           suyo,  un  eventual,  quedó  enterrado  a  causa  de  un  desprendimiento.  Los  demás
           corrieron hacia él y consiguieron liberar su cabeza y hombros, de modo que pudiera
           respirar. El hombre estaba vivo y les habló. Entonces vieron que el techo se venía
           abajo otra vez y hubieron de alejarse para ponerse a salvo; el obrero quedó sepultado

           una vez más. De nuevo corrieron hacia él, de nuevo dejaron su cabeza y sus hombros
           al  descubierto,  comprobaron  que  estaba  vivo  y  hablaron  con  él.  Pero  el  techo  se
           derrumbó una tercera vez, y aquella vez no pudieron auxiliarle basta pasadas varias
           horas, cuando ya había muerto. Pero el minero que me lo contó (que había quedado

           sepultado una vez, pero había tenido la suerte de quedarse con la cabeza encajada
           entre las piernas, de modo que tenía un pequeño espacio para respirar) no parecía
           considerar el suceso como especialmente horrible. Lo que él recalcaba era el hecho
           de que el eventual sabía perfectamente que el lugar donde trabajaba no era seguro, y

           esperaba el accidente día tras día. «Estaba tan convencido de que le pasaría algo que
           cogió la costumbre de besar a su mujer al salir para la mina. Y después ella me dijo
           que hacía más de veinte años que no la besaba».

               La causa más evidente de los accidentes en las minas son las explosiones de gas.
           Éste está siempre presente, en mayor o menor cantidad, en el aire de los pozos. Existe
           una lámpara especial para detectarlo, y cuando alcanza una cierta proporción puede
           ser detectado por el color azul que adquiere la llama de una lámpara Davy corriente.
           Cuando se da la mecha hasta el máximo y persiste el azul de la llama, la proporción

           de gas ha alcanzado un nivel peligroso. Pero la detección del gas no es tan fácil como
           parece desprenderse de esto, pues no se diluye uniformemente en el aire sino que se
           queda en grietas y rendijas. A menudo, antes de ponerse al trabajo, el minero pasa la

           lámpara por todos los rincones, para asegurarse. El gas puede ser inflamado por una
           chispa durante las operaciones de voladura, por una chispa arrancada de la piedra por
           un pico, por una lámpara defectuosa o por unos fuegos que nacen espontáneamente,
           que arden sin llama en el polvo de carbón y son muy difíciles de apagar. Las grandes
           catástrofes que se producen de cuando en cuando en las minas, en las que mueren

           varios  centenares  de  hombres,  suelen  ser  motivadas  por  las  explosiones;  de  ahí  la



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