Page 32 - El camino de Wigan Pier
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Aparte  de  los  accidentes,  los  mineros  tienen  un  aspecto  sano,  y  forzosamente
           tienen que estarlo para poder realizar unos esfuerzos musculares tan intensos. Están
           expuestos al reuma, y los que tienen los pulmones débiles no resisten durante mucho
           tiempo el aire saturado de polvo. Pero la enfermedad laboral más característica de los

           mineros es el nistagmo. Ésta es una enfermedad de los ojos debido a la cual el globo
           ocular  oscila  de  una  forma  extraña  con  la  proximidad  de  la  luz.  Es  causada,
           probablemente, por el hecho de trabajar en la semioscuridad, y a veces da lugar a la
           ceguera total.

               Los  mineros  que  quedan  incapacitados  por  enfermedad  o  accidente  son
           indemnizados por la compañía, a veces con una suma en metálico y otras con una
           pensión semanal. Esta pensión nunca sobrepasa los veintinueve chelines por semana;
           cuando no llega a los quince, el interesado puede recibir además alguna ayuda del

           estado o del P.A.C. Yo preferiría con mucho la suma en metálico a la pensión, pues
           así, por lo menos, estaría seguro de tener el dinero. Las pensiones de incapacidad no
           están garantizadas por ningún organismo centralizado, de modo que si la empresa se
           declara en quiebra se acaba la pensión, por más que el receptor sea incluido entre los

           acreedores.
               En Wigan viví unos días con un obrero afectado de nistagmo. Podía ver de un
           extremo  a  otro  de  una  habitación,  pero  poca  cosa  más.  Llevaba  nueve  meses
           cobrando una pensión de veintinueve chelines semanales, pero la compañía hablaba

           ahora de cambiar esta pensión por una «indemnización parcial», de catorce chelines
           semanales. Ello dependía de si el médico le declaraba apto para un trabajo ligero en
           la  superficie.  Inútil  decir  que,  aunque  el  médico  le  declarase  apto,  no  habría
           disponible ningún trabajo ligero para él, pero entonces pasaría a cobrar el subsidio de

           paro, con lo que la empresa se ahorraría los quince chelines semanales. Al observar a
           aquel hombre cuando iba a cobrar su pensión, me chocó ver las enormes diferencias
           que implica la pertenencia a una clase social o a otra. Aquel hombre se había quedado

           medio  ciego  trabajando  en  uno  de  los  trabajos  más  necesarios  a  la  sociedad,  y
           cobraba una pensión a la que tenía perfecto derecho; si alguien tiene derecho a algo,
           era él. Pues bien, aquel hombre no podía, por así decirlo, exigir su pensión; no podía,
           por ejemplo, cobrarla cuando y como él quisiese. Tenía que ir a las oficinas de la
           empresa una vez a la semana, a una hora fijada por ellos, y, cuando llegaba allí, le

           hacían esperar durante horas a la intemperie, aguantando el frío y el viento. Según
           parece, se esperaba de él que, al recibir el dinero, se llevase la mano a la gorra y
           mostrase gratitud. En resumen: tenía que perder una tarde y gastarse seis peniques en

           autobuses. Para un miembro de la burguesía todo es muy diferente, aun tratándose de
           un miembro tan desaliñado como yo. Incluso cuando estoy al borde de la indigencia,
           sigo  teniendo  ciertos  derechos  inherentes  a  mi  condición  de  burgués.  Yo  no  gano
           mucho más de lo que gana un minero, pero al menos se me paga a través del banco,
           donde me tratan con toda cortesía, y puedo sacar el dinero en el momento que yo

           elijo.  E  incluso  cuando  mi  cuenta  está  sin  fondos,  los  empleados  del  banco  se



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