Page 31 - El camino de Wigan Pier
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creencia de que éstas constituyen el principal peligro para los mineros. En realidad, la
           gran mayoría de los accidentes se deben a los peligros corrientes y habituales de los
           pozos,  en  particular  a  los  desprendimientos.  Están,  por  ejemplo,  las  marmitas  de
           gigante,  debidas  a  orificios  circulares  naturales  en  la  roca,  de  los  que  puede

           desprenderse, con la rapidez de una bala, un bloque de piedra de volumen suficiente
           para matar a un hombre.
               Con una sola excepción, que yo recuerde, todos los mineros con quien he hablado
           declararon  que  la  nueva  maquinaria  y,  en  general,  la  aceleración  del  trabajo  han

           hecho éste más peligroso. Esto puede deberse en parte al conservadurismo, pero los
           mineros argumentan ampliamente esta opinión. En primer lugar, la velocidad a la que
           se  extrae  el  carbón  hoy  en  día  significa  que  un  trozo  de  techo  de  dimensiones
           peligrosas permanece sin entibar durante varias horas. Está además la vibración, que

           lo sacude y desplaza todo, y el ruido, que dificulta la percepción de las señales de
           peligro. Hay que recordar que la seguridad de un minero en el pozo depende en gran
           medida de su precaución y habilidad. Los mineros veteranos afirman saber, por una
           especie de instinto, cuándo el techo está inseguro. Ellos dicen que «sienten como se

           les viene encima». Por ejemplo, saben oír el leve crujido de los maderos al curvarse.
           Estos maderos son aún generalmente preferidos a las vigas de hierro, pues un madero
           que va a ceder «avisa» con sus crujidos, mientras que una viga salta inesperadamente.
           Pero el espantoso ruido de las máquinas hace imposible oír nada más, con lo cual el

           peligro aumenta.
               Cuando un minero es herido, es imposible acudir en su ayuda inmediatamente.
           Queda atrapado bajo varios quintales de piedra, en un angosto y horrible hueco, y,
           cuando se ha logrado liberarle, es necesario aún transportarle a una distancia de un

           kilómetro o más por unas galerías en las que es imposible ponerse en pie. De los
           mineros con quienes hablé, los que habían sido heridos alguna vez me contaron que
           había transcurrido cosa de un par de horas antes de que les sacaran a la superficie.

               A veces se producen accidentes en la jaula. Ésta sube y baja a la velocidad de un
           tren expreso, y es accionada desde la superficie por un operario que no ve lo que
           ocurre abajo. Este hombre dispone de unos indicadores muy precisos que le dicen
           dónde se encuentra la jaula en cada momento, pero él puede equivocarse, y se han
           dado casos en que la jaula se ha estrellado contra el fondo del pozo cuando iba a su

           velocidad máxima. Ésta me parece una espantosa forma de morir, pues, mientras la
           pequeña caja de acero se precipita en las tinieblas, debe de haber un momento en que
           los diez hombres que van encerrados en ella se dan cuenta de que algo ha fallado, y

           los segundos que siguen, antes de saltar todos en pedazos, son casi insoportables de
           imaginar.  Un  minero  me  contó  que  él  estaba  una  vez  en  la  jaula  y  algo  falló.  La
           velocidad no disminuyó en el momento en que debía hacerlo, y pensaron que se había
           roto el cable. Finalmente no ocurrió nada y llegaron al fondo sanos y salvos, pero, al
           salir de la jaula, él se dio cuenta de que se había roto un diente, al apretar con fuerza

           las mandíbulas en espera del terrible choque.



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