Page 45 - Bochaca Oriol, Joaquín Democracia show
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Una vez sentado en la mesa, Volmar fue obligado a tragarse, cruda, su producción literaria (82).
En 1370, el Soberano Pontífice mandó a dos de sus delegados al Conde Bemabó Visconti, para
que le entregaran un pergamino enrollado, lacrado y atado con una cinta de seda, informándole de
que había sido excomulgado. Bemabó Visconti, famoso por las tremendas cóleras que agarraba,
echó personalmente a los dos delegados papales, a puntapiés en la parte del cuerpo
tradicionalmente asignada a esa función, y los mandó encerrar en una mazmorra, y sólo les soltó
cuando los subdelegados de Dios se hubieron comido en su presencia, el pergamino de
excomunión, lacre incluido, y la cinta de seda.
A quien también se afirma que le hicieron comerse, si no la totalidad, sí al menos una parte
substancial de su producción literaria, fue al autor judeo-alemán Ernst Toller, que acusó a sus
carceleros nazis de haberle obligado a tragarse su obra Yo fuí un alemán, en la que criticaba
acerbamente a su patria de nacimiento.
Pero no siempre la deglución literaria ha sido impuesta a sus consumidores. Ha habido quien la ha
practicado a efectos terapéuticos. El Emperador Menelik II de Etiopía, en 1913, tuvo un ataque
cardíaco. Mientras se reponía del mismo, Menelik, hombre de fé acendrada, mandó que le trajeran
una edición egipcia de la Biblia, que poseía en Palacio, arrancó de la misma todo el Libro de los
Reyes, se comió cada página del mismo... y se murió. Con lo que quedó demostrado que todas
las exageraciones son malas. Demasiada cantidad del Buen Libro fue demasiado para el
Emperador etíope.
LA SANTIDAD DE LOS TRATADOS
Existe una creencia general sobre la santidad de los tratados internacionales. Son intangibles.
Emanación de la Justicia Inmanente. Deben cumplirse a rajatabla. Más que un Fiat justicia et
pereat mundus, debiera decirse que se cumplan los tratados aunque reviente el mundo. Sin
embargo, esto no es así. Los hechos -que son tozudos- no son así. Los tratados, en Derecho
Internacional, por mucho que se revuelvan en su tumba el Padre Suarez y el Padre Vitoria, sólo se
cumplen cuando así conviene a los militarmente fuertes, y dejan de cumplirse cuando la situación
bélica se ha alterado en sentido contrario. Pretender otra cosa es puro cinismo, o apabullante
ignorancia. Que debiera o no debiera ser es otra cosa. Es así.
No obstante, cada vez vuelve a insistirse más sobre la intangibilidad de los tratados, posiblemente
porque los poderes fácticos que gobiernan el mundo sin otros frenos que sus propias
contradicciones y las tragicomedias provocadas por la densa estupidez humana, estén interesados
en mantener el status quo, plasmado en unos papeles firmados por dos partes, de las cuales una
está encima y la otra, lógicamente, debajo.
De todos los Tratados de que nos habla la Historia, el más famoso sin ningún género de dudas, el
que más ríos de tinta ha hecho correr en escritos en su favor y en su contra -más de lo segundo
que de los primero- es el Tratado de Versalles. Ese Tratado -al que los alemanes siempre
calificaron de Diktat (Dictado)- debía alumbrar la Justicia Perpétua en la tierra; debía marcar el fín
de todas las injusticias e inaugurar el reino de la paz eterna, bajo la égida de la Democracia. Así se
proclamaba, no sabemos si cándida o cínicamente en su Preámbulo, en el que explícitamente se