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no tenía que ver; lucharía tan bien como pudiera. Sabía que al final moriría y también
Duryodhana.
Yudhisthira gobernaría el mundo, y se lo merecía después de todos los sufrimientos
por los que había pasado.
Radheya pensó en sus dos madres. Pensó en Radha, la madre que estaba tan orgullosa
de él y también en Kunti, pensó en sus ojos dulces y tristes y sus suaves caricias. Recordó
los pocos momentos que había pasado con ella y se secó las lágrimas que le brotaron de
sus ojos. No era capaz de deshacerse de todos aquellos pensamientos del pasado que
ahora se agolpaban en su mente reclamando su atención. Vio de nuevo al insecto que le
había herido en el muslo años atrás, cuando estaba en el ashram de Bhargava, aún tenía
la cicatriz y la cicatriz de sus consecuencias también seguía en su mente. Su guru le había
dicho que se olvidaría de las sagradas invocaciones de los divinos astras cuando más los
necesitara. Al día siguiente los necesitaría todos y sabía que los iba a olvidar. No tenía la
menor duda. La maldición del brahmín decía que la rueda de su carro quedaría hundida
en el lodo y que le matarían cuando no estuviera preparado para luchar. Sí, el dado de la
suerte había sido arrojado muy pesadamente contra él, pero no le importaba. Radheya
dio la bienvenida a la idea de la muerte. Sería un descanso después de la penosa vida
que había tenido que vivir durante todos aquellos años.
Nunca más se le llamaría para hacer cosas tan horribles como matar a un muchacho a
sangre fría, el hijo de su hermano. Ya no tendría que insultar a sus hermanos tocándoles
con el extremo de su arco viendo las lágrimas de humillación en sus ojos. No le fue
fácil insultar a Nakula ese día, hubiese sido más fácil matarle. Pero Nakula se sentiría
orgulloso de haber luchado aquel duelo con su hermano y haber sido insultado por él.
Trataría de luchar con Yudhisthira e insultarle también. Kunti debía saber que tuvo a
todos los pandavas a su merced y no mató a ninguno de ellos. Él le había concedido ese
don por deseo propio y ella debía saber que Radheya era un hombre que mantenía su
palabra, Krishna sabía que él estaba manteniendo su promesa. Le era duro a Radheya
enfrentarse con el cariño y la compasión de los ojos de Krishna. Krishna le quería
mucho al igual que Radheya quería a Krishna, casi podría decir que le quería más que a
Duryodhana. Krishna lo sabía y se sentía feliz por ello, le había mostrado que se sentía
honrado por el amor que Radheya sentía por él.
La noche pasó lentamente, pero Radheya se mantuvo despierto todo el tiempo. Estaba
contento de haber tenido tiempo de coger en sus manos cada momento de su vida pasada
y mirarlo antes de arrojarlo al cuenco del olvido. Así pasó la última noche de Radheya;
una noche en aras del pasado.